En “Minima Moralia”, ese extraño y
seductor responsorio laico que el
pensador de Frankfurt se brindó a sí mismo al acabar la guerra (su escritura
hubiera sido imposible en un tiempo anterior al horror), está estructurado en
tanto que libro con la aleatoria utilización de versículos sin más razón que la
diseminación “aforística” de un pensamiento crítico que debía habituarse a la
nueva realidad social y cultural que estaba a punto de iniciarse - muy
consciente, por otra parte, que con el deseado fin de la muerte y la destrucción también habían
acabado las razones, formas y argumentos, que habían dado sentido a la vida y a
la cultura europeas hasta 1936. Pues bien en este repositorio que es “Minima
Moralia”, y como, sibilinamente, corresponde “al lugar donde se guarda algo”,
Adorno escribe en una de las entradas/versículos, la titulada “Servicio al
Cliente” (discreta etiqueta que ya anuncia el perfume propio de “El cliente
siempre tiene la razón”), lo siguiente: “La industria cultural pretende
hipócritamente acomodarse a los consumidores y suministrarles lo que deseen.
Pero mientras diligentemente evita toda idea relativa a su autonomía
proclamando jueces a sus víctimas, su disimulada soberanía sobrepasa todos los
exceso del arte autónomo”. Adorno tiene una escritura que no por compleja
renuncia a la elegancia sintáctica de lo expuesto, flecos y reflejos, supongo,
de un “Grand Style” que su autor no desea finalizar o dar por finalizado. Por
supuesto, esa nada oculta “aristocracia de estilo” no está exenta, ni rechaza,
la utilización, cual joven turco de la crítica, de una cimitarra de afilada
hoja. Así es, convengamos que hay que ser un perverso muy inteligente (lo era)
para escribir esta idea tan demoledora: “proclamar jueces a sus víctimas”. No
podemos estar más de acuerdo, pues en una feria de arte (dejemos la frase, y su
significado, en precavidas minúsculas) el comprador (si bien a sí mismo se
considera “Coleccionista”) siempre cree que es un juez impartiendo la grandeza
ética de su justiciero veredicto: “Si lo compro yo es bueno”, sin sospechar,
por supuesto, que el mismo poder que se atribuye es el que le sitúa, por
desconocimiento, en la patria lamentable e irredenta de las “víctimas”, pues
allí donde la creación artística renuncia a su propia autonomía y libertad es
la que, proporcionalmente, gana el juez que también es víctima (compradores,
espectadores y público en general) en cuando a libertad de acción y veredicto:
“El cliente siempre tiene la razón”. Pero esa libertad será siempre una pequeña
estafa, pues la industria cultural está modelada por la regresión mimética en
cuanto a aquello “que desea ser comprado”, y sin sospechar, el juez/víctima,
que su elección es, en la mayor parte de la veces, una devastación de
perspectivas, una lamentable sinfonía de formas y colores que en la belleza
simple de su presencia lo único que consigue es humillar y despreciar a esa
triste libertad que, ingenuamente, pretende poseer y dominar.
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