lunes, 21 de noviembre de 2011

LLUÍS HORTALÁ - CDAN, Huesca

Dibujo preparatorio para el film "Las tentaciones de San Jerónimo", 2009, carbón sobre papel, 97 x 175 cms. Cortesía: artista y Galería Fúcares
       Desde hace más de dos décadas la obra de Lluís Hortalá se ha mantenido dentro de una singularidad tan orgullosa como exacerbada. Singularidad, esencialmente, en el cómo unir  el rigor de un determinado planteamiento conceptual –de vocación e interés reduccionista, más que mínimal, en las piezas escultóricas— junto a la voluntad, interés y querencia, de lograr que ese rigor conceptual no fuera un desierto expresivo o un yermo donde el binomio “forma/recepción visual” no pudiera anclarse en un territorio de significación otra, básicamente de significación especulativa y productiva de otros parámetros para nada yermos o desérticos: sentimiento visible si bien muy controlado, narratividad generadora de una fantasía mantenida siempre en suspenso, y sobre todo, muy importante, acción performativa (cuerpo en movimiento) que dejara constancia de una okupación del espacio.

         Lluís Hortalá es un amante, o un loco, de las montañas, y un escalador de las mismas desde su adolescencia. Precisamente en torno a cumbres y picos (pero no únicamente) gira la magnífica exposición que, comisariada por Alejando J. Ratia, el CDAN de Huesca le ha dedicado. Nos resultaría muy fácil y agradecido hablar de “visión o viaje romántico” con respecto a lo que la contemplación de estos impactante dibujos no depara, pero debemos rechazar de plano esa argumentación, y no tanto por fácil como por falsa. Situarnos, como espectadores, ante esta fácil premisa implicaría una traición a la esencia misma de la obra pero aún mayor sería la traición a nosotros mismos en aras de una acomodaticia interpretación o comunicación (concepto que detesto por insignificante y sobre todo por manipulable) con la misma obra. Nada de romanticismos, pues, dado que lo que el artista persigue es involucrarnos (nada que ver con comunicar) en la misma pasión física que él desarrolla al escalar (queremos decir: dibujar) montañas. Viendo estas telas y papeles estamos muy cerca de asistir a un arte de la acción o de la perfomance. Al igual que en la alta montaña, una acción o perfomance también es, esencialmente, puro espacio y tiempo suspendido. Vamos a intentar ser un poco más explícitos.


"Falacia Patética I", 2010, carbón sobre polímeros y lienzo, 217 x 150 cms. Cortesía: artista y Galería Fúcares
          















         Quienes hayan leído la obra cumbre (muy apropiado el término) de Thoman Mann, La Montaña Mágica, sabrán que Hans Castorp, el protagonista de la misma, al igual que el resto de los residentes en ese hospital para tuberculosos en la alta montaña, se dirigen a sí mismos como nosotros “los de arriba”, en oposición a los afortunados que gozan de buena salud que están “allá abajo”. Esta antítesis estructura la novela en una ambigua y paradójica relación entre un “nosotros” que, enfermos, escalamos la montaña para curarnos, y un “ellos” que, sanos, desconocen el placer vivificante de respirar el aire de una atmósfera jamás contaminada. Bajo esta misma ambigüedad se sitúa Lluís Hortalá en el momento de escalar telas y papeles, y es en este punto donde retomamos la idea ya apuntada de un arte de la acción, toda vez que la posición del artista no es tanto la del dibujante que trabajosamente recrea caras y perfiles de determinadas montañas con negro carbón, pero si del escalador que utiliza el lápiz de carbón como si fueran arneses, clavijas o empotradotes. En definitiva: para colgarse de la blanca pared de una tela o papel. Creemos esencial fijar esta cualidad a la hora de enfrentarnos a esta serie magnífica  de alucinados y alucinantes dibujos. Son, efectivamente, grandes y extraordinarios dibujos (y no solo: fotografías, relieves, esculturas, vídeos…), pero también llevan consigo el plus añadido de un extraño y perverso romanticismo, y aquí sí sería apropiada la referencia. Romanticismo estético y abismado en sí mismo en cuanto al tratamiento artístico de la Naturaleza, a la que Lluís Hortalá observa con la misma pasión admirativa y piadosa  con que Nietzsche contemplaba los mismos hechos: “Sólo como fenómeno estético se justifican eternamente la existencia y el mundo”.

(Este texto se publicó originalmente en el número 32 de la revista ARTECONTEXTO)


GUSTAVO MARRONE - No apagar la luz - Centre d`Art La Panera de Lleida

Cortesía: artista y Centre d`Art La Panera
          No apagar la luz es el título de un libro, o de un diario, o de un libro de artista; pero también es el rótulo bajo el cual queda enmarcada una exposición en la cual, de una forma expandida, se dilata el concepto mismo de “exposición” en un determinado centro de arte. El que esta reseña que ahora estamos escribiendo aparezca en la sección “Libros” debería ayudarnos, o situarnos, a leer esta reseña con un ojo puesto en los parámetros propios de una crítica de exposición (o casi, o por exceso en su función), y con otro enfocando esa misma cuantificación de lo observado en tanto que acción dramática (artística) condensada en un objeto al que, por comodidad filológica, convendremos en llamar Libro (o casi, o por exceso en su función, igualmente). Para simplificar las cosas: No apagar la luz debería verse y leerse bajo ambos presupuestos, pues en ambos estadios podemos encontrar la llave que nos de acceso a una de las producciones artísticas más coherentes, singulares, lúcidas e inteligentemente emotivas que se han desarrollado en España durante los últimos veinte años. Su autor es Gustavo Marrone (Buenos Aires, 1962).

          Si en el libro como tal encontramos una brancusiana columna infinita (que el libro se acabe en su última página en una convención comercial y necesaria, pero en absoluto corresponde a la interminable secuencia expresiva ideada por el artista) desde la cual Gustavo Marrone ha pautado lo mejor y más esencial de su ideario estético, en la exposición organizada en La Panera de Lleida constatamos la escenografía doméstica (el estudio, o la trastienda de toda producción de arte, o la cocina de poderosa alquimia…) desde la cual el artista nos invita a una consideración no artística de lo creado, pero sí estética. Queremos decir: una consideración de fuerte carga de crítica social, donde el humanismo piadoso y la sensualidad y erotismo más expresionistas se confabulan para crear una de las obras más secretas y, en noble paradoja, luminosas del panorama artístico español. Pocos artistas, en efecto, han logrado una soldadura tan perfecta entre contrarios enfrentados: luz y tiniebla, abstracción y figuración, tragedia y humor, crítica social y frívolo hedonismo, barroca escritura y vacío budista, belleza y fealdad.

Cortesía: artista y Centre d`Art La Panera
          No apagar la luz es un archivo maldito, consciente, como en el verso de Lezama Lima que “lo oculto es lo que nos completa”. Un contra archivo que se ha ido construyendo a lo largo de los años, un “work in progress” de nebuloso comienzo en el tiempo e incierto, por imposible, final. Una documentación voluntariamente bastarda, por lúcida y terrible, donde dibujos, apuntes, aforismos, gestos, sentencias, ideas, reacciones y melancolía se unen para crear un universo expresivo de extraña y fatal belleza. Una escritura, por supuesto, de arte y, esencialmente, sobre la vida. Paradigma este último que perfectamente puede utilizarse como lema en la práctica totalidad de la obra de Gustavo Marrone, toda vez que el grado de compromiso con la vida que en ella contemplamos nos acerca a una cabal comprensión de los hechos, y entendiendo por “hechos” todo aquello que se relacione en, por, y sobre lo humano. Título muy afortunado, en este momento, aquí y ahora, No apagar la luz nos invita a una lectura otra de un libro, y a una visualización diversa en lo que respecta a la exposición de arte en sí misma. Como un hemistiquio entre dos versos lo que nos queda en un espacio de blanca y luminosa interrogación, pero también un grito feroz como el que, leyenda por medio, poco ha de importarnos, Goethe lanzó en su último instante de vida: "!Luz, más luz!"

(este texto se publicó originalmente en el número 32 de la revista ARTECONTEXTO)





        

jueves, 10 de noviembre de 2011

APROXIMACIONES I - Arte español contemporáneo en la Colección Helga de Alvear -


           Seleccionar obras específicas de una determinada colección lleva consigo otra subjetividad (mirada diversa) y otra pasión (diferente narratividad visual) a esos mismos elementos constituyentes –subjetividad y pasión- implícitos en la formación de toda colección de arte. O lo que es lo mismo: separar (crear) una nueva constelación desgajada de otra constelación mayor. La Colección Helga de Alvear es una de las mayores colecciones de arte contemporáneo de Europa, y a su vez, en ella coexistiendo, una de las mejores colecciones de arte español realizado durante los últimos cuarenta años. Con el título de Aproximaciones I Rafa Doctor ha comisariado, en el Centro de Artes Visuales Fundación Helga de Alvear de la ciudad de Cáceres, un primer acercamiento (seguirán en el futuro nuevas aproximaciones o pesquisas) al arte contemporáneo español, y que abarcaría un arco temporal desde finales de la dictadura hasta el presente, siendo, en artistas y obras, mayor y mejor la colección según nos acercamos a nuestros días.

          Decía Walter Benjamín que toda pasión colinda con lo caótico, pero la pasión del coleccionista colinda con un caos de recuerdos. Probablemente sea esta “ordenación caótica de la memoria” la primera cualidad que observamos en esta inicial lectura que del arte español contemporáneo ha hecho Rafa Doctor, donde los ejes espacio temporales de las obras se acumulan en una transversalidad regida menos por el tiempo histórico que por un tiempo de memoria, o lo que es lo mismo: el tiempo como materia por encima del tiempo en tanto que absoluto de sí mismo. Porque las obras están hechas de materia, tiempo, caos y memoria, contemplamos entonces una constelación de obras que a la vez que se presentan a sí mismas establecen con las demás una dialéctica, esencialmente, de recuerdo y memoria, correspondiendo a la muy estudiada (no lo parece, pero así es) e inteligente instalación de las piezas en el espacio de exposición, la conquista de esa dialéctica de la memoria, que al igual que en Proust, persigue hacer del pasado un presente vivo y abismado en la pasión y fuerza del aquí y ahora.

          Entre las dos obras más antiguas de la exposición -un acrílico sobre papel del Equipo Crónica y un encapsulado de Darío Villalba, ambas  realizadas aún durante la Dictadura, y anteriores igualmente a los últimos fusilamientos del Régimen- y la última, una deslumbrante pieza de Ignasi Aballí fechada en el año en curso, se establece un mapa que más allá de los componentes estéticos también traza un recorrido histórico, si bien ese viaje en el tiempo no queda así establecido en la exposición, pues las obras se interpelan y se defienden entre ellas en un múltiple combate de inteligencia, forma, fuerza y seducción. Por supuesto, en un arco temporal de cuarenta y tres años de arte español los modos y maneras estéticos utilizados son innumerables, pero debemos a la inteligencia del comisario el hecho de que esa variadísima representación objetual,  tal como ha sido instalada, no se circunscriba a una lectura atomizada de cada obra con respecta a sí misma, pues, bien al contrario, se consigue una reinterpretación en positivo de algunas obras, básicamente pinturas, que vistas en solitario delatarían, con el cruel paso del tiempo, una presencia un tanta ajada. Insisto: ni una sola obra expuesta merece tan ingrata consideración. Es más, no pocos representantes de la figuración española durante los años de la Transición deberían ser leídos, desde nuestro presente, con más rigor y generosidad. Otro tanto a favor de Rafa Doctor.

          Aproximaciones I es un título quizá demasiado prosaico y doméstico, y que en verdad no hace justicia a una exposición mucho más compleja de lo que la suave y elegante instalación de la misma así lo delata. El rigor conceptual y la refinada inteligencia de la selección realizada se sustentan en un entramado de interrogaciones y preguntas que se mantienen – he ahí el valor añadido de la muestra- luego de haber finalizado la visita de la misma. ¿Bajo qué parámetros conceptuales se despliega en el espacio el arte español último? ¿Qué grado de interrelación mantiene con las ciencias sociales de las que participa y también se nutre? ¿Qué valor no estético produce? ¿Cuáles son sus principales puntos de referencia, y su cimentación más segura, en el momento de su salida al mundo, o de su abertura de visibilidad más extrema? ¿Podemos seguir anclados en la cualidad nacional del arte producido en los inicios del siglo XXI? ¿Los artistas españoles de finales del siglo XX e inicios del XXI pertenecen más a esos siglos que a la jurisdicción política, geográfica y cultural que llamamos “España”? ¿Si la respuesta a la anterior pregunta fuera afirmativa en el sentido de que son artistas más del siglo XXI que españoles, porqué seguimos doliéndonos de la nula presencia del arte español fuera de nuestras fronteras? ¿El arte español más joven es una respuesta a la pésima calidad de las facultades de Bellas Artes o su superación más radical, validando así, una vez más, la singularidad extrema del arte producido en nuestro país, el “genius loci” patrio? ¿Qué cantidad de teoría estética es susceptible de ser realizada únicamente atendiendo a la producción estética local? ¿El arte español último es un arte informado, o esa misma información se utiliza únicamente para adaptar modos y maneras a determinadas corrientes internacionales? ¿La gestualidad del arte español, infinita, múltiple y variada, debemos entenderla como la agradecida manifestación externa, superficial, de un manierismo propio y autóctono, o ese mismo gesto, más generosamente, con razón o sin ella, debemos entenderlo como la manifestación del gesto en tanto que “objeto del pensamiento”?

        Todos estos interrogantes –muchos de ellos de compleja por no decir imposible respuesta- están presentes, como un bajo fondo o fuerza telúrica, en la extraordinaria muestra comisarida por Rafa Doctor, de ahí su magnífico oportunismo, en su sentido más positivo, de su necesidad. Dice Deleuze que toda forma está compuesta de fuerzas diversas, encontradas entre ellas y antónimas en su despliegue físico y conceptual. Consciente, el comisario, de esta realidad inapelable, ha creado en el espacio una impresionante constelación de formas/fuerzas, o lo que es lo mismo, ha trazado un mapa de “formas de subjetivización”, siguiendo la brillante teorización de Foucault cuando afirma que “toda subjetivización es una operación artística que se distingue del saber y del poder, que no tiene lugar en ellos”. Parafraseando a Houellebecq: ¿Qué es más importante, el mapa o el territorio? Para Rafa Doctor (y para Helga de Alvear) muy probablemente sea el mapa por encima del territorio, pues permite formas de subjetivización extremas que la mineral firmeza del territorio nunca permitiría. Magnífica exposición, en definitiva, extraída de una colección no menos magnífica y necesaria, esencial para conocer el arte español de las últimas décadas.



Relación de artistas participantes en la muestra

Ignasi Aballí
Pep Agut
Alfonso Albacete
Carlos Alcolea
Elena Asins
Miquel Barceló
Natividad Bermejo
José Manuel Broto
Miguel Ángel Campano
Daniel Canogar
Ángela de la Cruz
Equipo Crónica
Pepe Espaliú
Joan Fontcuberta
Alicia Framis
Alicia Framis y Jesús del Pozo
Alicia Framis y David Delfín
Jorge Galindo
Dora García
Ferrán García Sevilla
Luis Gordillo
José Guerrero
Federico Guzmán
Cristina Iglesias
Prudencio Irazábal
Carlos León
Eva Lootz
Rogelio López Cuenca
José Maldonado
Mitsuo Miura
Miquel Mont
Juan Luis Moraza
Felicidad Moreno
Juan Muñoz
Juan Navarro Baldeweg
Mabel Palacín
Pablo Palazuelo
Jesús Palomino
Ester Partegás
Alberto Peral
Guillermo Pérez Villalta
Ana Prada
Gonzalo Puch
Manuel Quejido
Pedro G. Romero
Francesc Ruiz
Adolfo Schlosser
Santiago Serrano
José María Sicilia
Santiago Sierra
Susana Solano
Montserrat Soto
Juan Ugalde
Juan Uslé
Eulália Valldosera
Javier Vallhonrat
Darío Villalba

(este texto se publicó al mismo tiempo en la sección "Artículos" de la página web de la revista ARTECONTEXTO)

martes, 1 de noviembre de 2011

ALIGHIERO BOETTI o el sentimiento de inadecuación

          Sí, las maravillosas alfombras mágicas de alighiero boetti, tan provistas de fuerza y poder gravitatorio -manifiesto fracaso de la fantasía especulativa de Sherezade- que únicamente consiguen alzar el vuelo si las mismas, previamente, son sometidas a una férrea y árida disciplina teórica. Se diría, entonces, que las incuestionables leyes de la física proyectan en todo objeto de arte la irreversibilidad de una ley donde el resultado de tan manifiesta crueldad sería otra ley no menos perversa, si bien de cualidad y vocación compensatoria: las infinitas hipótesis (de nuevo el inacabable relato para no morir al alba) que el mejor arte provoca en la mirada e imaginación de quien a él se acerca, forzándole (pasivo espectador de activa y libre mente) a una reconsideración teórica de lo observado, a una ampliación del campo de batalla (no era mi intención citar a Houellebecq) que tendrá su recompensa en lo real de una alfombra voladora. La misma nos transportará a un lugar. Un inmenso poeta, compatriota de alighiero boetti, Eugenio Montale, nos lleva a ese lugar:

Tendré ante mí un lugar de limpia nieve
mas tan ligero como el paisaje de un tapiz.
Resbalará un destello lento
entre el algodón del cielo.
Selvas y colinas llenas de invisible luz
me harán el elogio de los festivos retornos
.


          Sí, los maravillosos kilims de falsa ornamentación oriental, pero tan necesarios y esenciales para cubrir, para envolver, las distancias ideológicas y estéticas que, a partir de las vanguardias de los sesenta, posibilitarán, de hecho, la conquista de una sola ambición y  una sola pregunta: ¿Cuáles son las estrategias para entrar y salir de la modernidad? Interrogación ésta que debemos a Néstor García Canclini, y que en la desarmante simplicidad de su enunciado encierra un complejo programa de devastación ideológica y formal en lo que atañe a la consideración del “objeto de arte” en las sociedades avanzadas occidentales.  Se diría que los kilims no son únicamente alfombras y tapices -de hecho no son eso- pero sí mensajes cifrados del futuro globalizado que vendrá: la heterogeneidad multitemporal, la promiscuidad de espacios y tiempos en un único soplo de fugaz eternidad. Pero a su vez son artefactos voladores que hacen viable los “festivos retornos” no únicamente entre Italia y Afganistán, sino entre mi tiempo y el tuyo, vuestro espacio y el nuestro. Desplazamientos culturales, sí, naturalmente, pero por encima de cualquier otra acción o consideración los tapices de alighiero boetti son la constitución física de una mirada última, terminal, en lo que respecta a la idea kantiana de sublime, en tanto que receptora dicha idea, melancólicamente, de un “sentimiento de inadecuación”.

         Para Kant lo sublime en arte es la constatación de una quiebra en el discurrir pensante ante lo observado, un horizonte devastado y un foco infeccioso. Habrían de pasar casi dos largos siglos para que el sentimiento de inadecuación fuera formal (y psicológicamente) liquidado con las primeras tentativas llevadas a cabo por Situacionistas y Fluxus – las Vanguardias de principios del siglo veinte aún mantenían un prudente anclaje humanista con el pasado.  Con el triunfo del Pop (de carácter globalizado, aún desconociendo el sentido del término por entonces, pero funcional viático para la ya cercana postmodernidad, mucho menos finiquitada ésta tal como, sospechosamente, se pretende) se logra que el sentimiento de inadecuación kantiano se convierta en un pleno (la época lo demandaba) “sentimiento de adecuación”. El arte, natural territorio de la metáfora y la paradoja, establece y mantiene durante su larga Edad de Oro un complejísimo edificio conceptual donde el Triunfo de la Forma llevaba incorporada su propia “nociva verdad”, su malaise, su inadecuación. Al igual que en el famoso soneto del poeta isabelino John Donne -donde Adán le dice a Eva: y para que este lugar sea un auténtico paraíso también te he traído a la serpiente- la Edad de Oro mantiene con la Forma, falso escudo protector, una dialéctica no de la Ilustración, pero sí Ilustrada. Es decir, envenenada. Muy probablemente así deberíamos leer lo que Kant entendía por “sentimiento de inadecuación”: la cultura y el arte como venenos sin antídoto posible. En perversa y suprema paradoja, con el triunfo (mediático, publicitario y mundial) del arte “no-formal”, o arte contemporáneo, tout court, de reconocida vitola tal como se le designa en este mundo y su galaxia correspondiente (lejanas ya, muy lejanas, las edades de oro), lo que debería haber sido un arte nacido de un “sentimiento de inadecuación”, pues el “aquí y ahora” (edad de inservible chatarra, antaño de dorado metal) así en verdad lo demanda, se ha transformado (y con sólido éxito crítico, por demás) en un placentero “arte (sin sentimiento) de la adecuación”: veneno con antídoto, política con manifiesto, guerrilla con uniforme, forma con contenido, crítica con solución, figura con fondo, fotografía con reconocimiento, perfomance con moraleja o acción con final feliz, vídeo-placebo con terapia o “película de artista”, escultura con sombra… Sí, alighiero boetti lo sabía: había que crear alfombras voladoras, el negro futuro lo requería.

          Sí, los maravillosos e imposible mapas de alighiero boetti, de tan problemática como fatal geopolítica, y tan coloridos en su pasión identificatoria de territorio y bandera. Triunfo formal y moribundo de un objeto formalista y suntuario, y que se diría prólogo dibujístico de los exquisitos estampados de la casa Missoni, y con ello la orgullosa afirmación de la cansina y equivocada crítica que se ha hecho al arte italiano desde Giotto hasta el presente: la sua bella superficialitá. Importante la aclaración, esta errada crítica se pronuncia y escribe en cualquier idioma excepto, lógicamente, en italiano. Si lo he manifestado, precariamente, en la lengua de Leopardi es como acción solidaria y denunciatoria ante quienes emiten tan absurdo criterio. Otra discusión sería si nos referimos al arte italiano de ahora mismo – ejemplos de catecismo: la obra de  Vanessa Beecroft, y no es la única en Italia, sí es molto superficiale; sobre Maurizio Cattelan, sin comentarios. Pero conviene no olvidar que estamos hablando de alighiero boetti, un representante de la Edad de Oro mal ubicado en medio del siglo veinte. El arte italiano clásico únicamente es superficial en el sentido otorgado por Paul Valéry a dicha cualidad: lo más profundo es la piel. Pero volvamos a la belleza de los mapas.


          ¿Qué hay, qué puede haber,  detrás de esa teoría de los colores, resguardada bajo la obviedad, o gracia, de representar los países con los colores de sus banderas respectivas, luego de no servirnos la teoría oficialista al respecto, que insiste en consideraciones político/geográficas y rectificativas de las primeras proyecciones de la tierra, empezando por la de Mercator, tesis éstas que sin ser equivocadas se nos quedan cortas por tautológicas? Por boca de alighiero boetti poco sabemos al respecto: no fue un gran teórico defendiendo o publicitando su obra. Pero tiene, tenía que haber más.

         Aceptemos que los mapas son una manifestación de formas artísticas y políticas (esta última categoría la enunciamos con gran precaución), un entrecruzamiento de vectores que persiguen la representación de una imago mundi sin más red de protección que la representación de una inteligibilidad reconocible (el ordenamiento geopolítico del mundo) junto a una alteración de ese mismo código de representación en el que el autor da paso libre a conceptos como el deseo (y cómo éste se filtra, con sus vicios y virtudes, en la estructura narrativa de la obra), o la alteración de nuevas genealogías de la Vanguardia (y con ello el desplazamiento de establecidos sistemas de referencia), y en última lugar el interés de alighiero boetti por dilatar, o mejor: poner en abismo, la idea (tan problemática, tan cambiante, tan molesta) de lo que entendemos por formalismo en la práctica artística contemporánea, y que en nuestra opinión el interés de alighiero boetti por la “cuestión formal” vendría a alinearse con las tesis greenbergianas de que toda innovación artística procede mediante la autocrítica formal. Pero en la medida de que la obra entera de alighiero boetti es una extraordinaria y magnífica “paradoja de la representación” resulta en verdad complicado fijarla en un canon determinado, en un sistema reconocible, en una jerarquía hipotética. Se diría que el interés oculto del artista (su trampa, su coartada) giraría en torno a la seducción visual del espectador por encima de cualquier otra consideración, si bien guardándose múltiples ases en la manga. Ellos serían: la autoría de la obra en tanto que acción delegada o diferida; el ocultamiento de preocupaciones sociopolíticas bajo un manto de incuestionable “belleza superficial”; buscar, y encontrar, en esa misma belleza un posible “acceso a la verdad” a través del examen de sus deformaciones (formales); y muy esencialmente el establecimiento de estrategias lingüísticas no reconocibles, pero muy bien situadas esas estrategias dentro de la misma preocupación ontológica que expresara Derrida, el mejor Derrida: el autor de La escritura y la diferencia, cuando afirmó que la ausencia de significado trascendental amplía al infinito el dominio y el juego de la significación.

         Sí, la concentrada y magnífica exposición, casi una muestra de cámara, de aliguiero boetti en el CARS nos interroga sin pausa en torno a lo que hoy podemos entender sobre “significado trascendental”, o su ausencia, en la producción artística contemporánea. Una forma otra, fértil y cuestionadora, de ubicarnos en el complejo territorio donde uno pueda sentirse protegido bajo un sentimiento de inadecuación. Una forma sublime de lograr el viático para que la alfombra voladora nos traslade a ese lugar  donde siempre se celebran los festivos retornos.


(Este texto se publicó originalmente en SalonKritik el 30 de octubre del 2011)