miércoles, 4 de enero de 2012

JAVIER CODESAL, Las estructuras elementales - Galería Casa Sin Fin (Madrid)


Cortesía: artista y Casa Sin Fin

         Casi trece años después de su última exposición individual en Madrid, en el Espacio Uno del Reina Sofía, Javier Codesal inaugura ahora la nueva sede de Casa sin Fin en la capital, el espacio galerístico ideado y regido por Julián Rodríguez, ya operativo desde hace un tiempo en Cáceres. Pero al igual que Casa sin Fin no es ni pretende ser una galería de arte al uso, pues su función e ideario van más encaminados a una interrelación productiva, y generadora de diferentes proyectos con nuevos parámetros estéticos, entre artes plásticas, literatura y poesía, tampoco la obra de Javier Codesal podemos situarla en un limpio y delimitado campo operativo, dado que si hay un argumento esencial que definiría su discurso estético no sería otro que el desbordamiento de los cauces propios de disciplinas creativas diversas, y con ello la creación de un territorio (muy singular, reconocible y auténtico, pero sobre todas las cosas honesto) donde la poesía, en su sentido clásico, puede ser el prólogo o epílogo de una película sin filiación aparente con respecto a esa misma poesía, pero a ella encadenada con hierros tan invisibles como secreta y profunda la razón de existencia de esos mismos hierros; pero igualmente el discurso fotográfico que el artista produce puede erigirse en documento estático, representativo o no, de una tan densa como refinada disertación, escrita u oral, de teoría cinematográfica, al igual que la mayor parte de los vídeos realizados son una forma otra, visualidad en movimiento, de proyectar la poesía en el espacio.

         Las estructuras elementales es un título lo suficientemente ambiguo como para permitir dotarlo (función encomendada al espectador que contempla esas estructuras)  de unos contenidos que pueden, o no, situarse en el marco trazado por el artista, pero también permite salirse voluntariamente de esos límites y establecer una relación dialéctica del espectador con su propia biografía familiar, afectiva y sentimental. Diríamos más: Las estructuras elementales es un concentrado cuarteto de cámara programático. Bien sabemos de la mala prensa que la música con voluntad programática ha tenido en algunos de los más influyentes paladines de la nueva música surgida al finalizar la segunda guerra mundial, con Adorno y Pierre Boulez como feroces comisarios y censores de todo aquello que sonara a nota, frase, motivo y melodía, si bien Boulez posteriormente (los años y la ternura de la vejez, ya se sabe…) admitiera que Stravinsky y Mahler sí deberían ser salvados – palabras textuales, por increíble que parezca, dichas por el extraordinario músico (noblesse obligue) que es Boulez. ¿Salvados de qué? No quiero ni pensar lo que habría dicho de nuestro inmenso Manuel de Falla, alguien capaz de componer una música tan refinada y vanguardista con un título tan cursi como Noches en los jardines de España. Pero volvamos de nuevo a la música programática. La historia de la música esta llena de ejemplos sublimes de música con el deseo de mostrar, o hacer entendible, algo. De Monteverdi a Bach y acabando en Cristóbal Halffter y John Cage, son innumerables los ejemplos de una música compuesta desde la voluntad de describir un paisaje, una batalla, un desengaño amoroso, un instante de gozo o el dolor de una pérdida familiar. Pero de todos los ejemplos citables ahora nos interesa, para el tema que nos ocupa, uno en concreto: el Cuarteto para el fin de los tiempos, de Olivier Messiaen.


cortesía: artista y Casa Sin Fin
         Olivier Messiaen fue hecho prisionero por los nazis en 1940 y trasladado a un campo de prisioneros en Alemania. Allí tomó contacto con otros músicos y a finales de ese mismo año compuso su desolador y terrible cuarteto con los instrumentos disponibles en ese momento en el campo: un piano, violín, violonchelo y clarinete. Agrupación inaudita hasta entonces, por no decir imposible. Imposibilidad que hasta el día de hoy sigue vigente. El cuarteto se estrenó en enero de 1941, al aire libre, cayendo gélidos copos de nieve, y teniendo como espectadores del evento a prisioneros y vigilantes. Olivier Messiaen tocó la parte pianística en un desvencijado y maltrecho piano vertical. Al finalizar la interpretación de la partitura no hubo aplausos, mientras la nieve seguía cayendo copiosamente. Según testimonio del propio Messiaen uno de los vigilantes, contrariado, dijo que hubiera sido mejor que hubieran tocado una polka. Bajo la nieve, se acababa de estrenar una de las obras cumbres de la música del siglo veinte.

         Las estructuras elementales es un cuarteto con cuatro instrumentos solistas (padre, madre y tata de Javier Codesal) y un “bosque animado que respira”: los jadeos agónicos del padre como música de fondo mientras contemplamos, en vídeo, las imágenes de un bosque. Unidos en el reducido espacio de la galería ejecutan una música para nada fúnebre (los padres del artista ya fallecidos), pero sí lo suficientemente programática para establecer con ellos una dialéctica de conocimiento, o como bien dice el artista con mejores palabras: “la imagen fotográfica permanece siempre más acá de lo que representa, ajena a lo vivo y a la muerte, pero intentando romper su limitación a través del sentido”. Contemplar una imagen fotográfica y que su visión nos acerque (o permanezca) a un “más acá” de aquello que representa implica una diversa trasmisión de sentido con respecto a su propio “fulgor”, y a su propia naturaleza descriptiva. De ahí que resultaría limitador y reduccionista entender, o interpretar, esta extraordinaria “exposición de cámara” en función de la obvia representación que el artista hace de su propia biografía filial, afectiva y sentimental. Veremos enseguida el porqué de esta apreciación.

         Debemos a los lingüistas del movimiento formalista ruso la teorización práctica del concepto de ostranenie, y que en esta ocasión nos conviene muy bien servirnos de la traducción clásica que de este término (o concepto de amplia semántica) se ha hecho en castellano: desfamiliarización. La ostranenie es una singularización, un procedimiento mediante el cual “el arte procura remediar el automatismo de la percepción”, a decir de Víctor Shklovski, el principal teórico del grupo de los formalistas, en su ensayo El arte como procedimiento. Más adelante agrega: “las formas literarias consiguen la ostranenie (desfamiliarización) de lo poco o no percibido, haciendo posible la visión de los objetos recuperados, el descubrimiento consciente de las conductas y los sentidos”. Con toda seguridad ahora entendemos mucho mejor ese “más acá” citado por el artista al hablar de la imagen fotográfica. Para ser más concretos: la imagen fotográfica de sus padres, visibles o no, se desfamiliariza con respecto a su propia filiación, imprescindible preámbulo para recuperar (en arte) un “más acá” provocador de un “extrañamiento” (otra posible interpretación de la ostranenie), en tanto que sentimiento de ruptura experimentado por el sujeto amoroso, en el que el ser amado (o la imagen de este) pasa a ser absolutamente desconocido o incognoscible. Así, los padres del artista se convierten en seres amados in absentia: extrañamiento puro, desfamiliarización extrema sin tallar el cordón umbilical.

         Hace unos meses Miguel Ángel Hernández Navarro publicó un libro admirable, tanto como triste y muy bello, Cuaderno (…) duelo, donde quedaban reflejados los sentimientos y pensamientos del autor ante la repentina muerte de su madre. Dos apuntes de ese cuaderno merecen ser citados. El primero es “el cuerpo muerto es el hogar de la mirada, el vivo, en cambio, el sitio del tacto”. Más adelante leemos, con extrañamiento e inquietud: “lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte”. La primera frase nos sirve para entender la obra ahora expuesta de Javier Codesal en tanto que recuperación de la imagen como el único dispositivo capaz de ocupar un vacío, porque en el fondo, como muy bien dice Jordi Balló, “lo que dignifica una imagen es la necesidad de que exista”. La segunda, un correlato de la primera: la consideración de que toda “imagen necesaria” es un despojamiento, un extrañamiento, una desfamiliarización de aquello que quiere volver a la vida y perpetuar su presencia. El resto que queda cuando han dejado de mirarte: el espejo que refleja, también in absentia, la desfamiliarización de tí mismo.


cortesía: artista y Casa Sin Fin
         Las estructuras elementales es un cuarteto musical tan familiar como desestructurado o atonal, por seguir con la terminología musical. Por supuesto, un pentagrama donde quedan reflejados unos movimientos de vidas que fueron: una música programática de imposible melodía. Pero si bien sabemos lo difícil que resulta unir “música” y “realidad” no menos complicado resulta enlazar “fotografía” con “realidad”. Muy inteligentemente el propio artista así lo certifica: “lo real es imposible para la foto, igual que, podríamos añadir, para la realidad”. En efecto, muy pocas veces hemos asistido, con anterioridad, a un despliegue tal de tan sincera y noble obscenidad en la visualización de unos rostros, de unas muertes, pertenecientes a la biografía más íntima de un artista. Pero pocas veces, también, hemos podido contemplar una desfamiliarización de esos mismos afectos de una manera tan radical y piadosa como, artísticamente, inteligente. Si Olivier Messiaen hubiera podido conocer los versos de Javier Codesal que a continuación vamos a transcribir probablemente los hubiera incorporado, para ser cantados por un bajo, al inicio de su maravilloso Cuarteto para el fin de los tiempos. Pertenecientes al poemario Imagen de Caín, dicen así:

El fotograma último que contiene FIN
pasa llevándose el aire
consigo
Ávido de hogar
extenuado por el despliegue
vuelve el rollo a sí mismo
a su música