sábado, 14 de septiembre de 2013

LAURA TORRADO -"La oscuridad natural de las cosas"- Canal de Isabel II (Madrid)



Todas la imágenes aquí reproducidas son cortesía de la artista.
Al igual que la música de Wagner (el más famoso de sus practicantes, si bien no el único), la obra de Laura Torrado se estructura y se identifica tanto a sí misma como al espectador que a ella se aproxima por medio del “Leitmotiv”, recurso sonoro que permite el recuerdo o la memorización de un determinado argumento de la obra ya pasado, y de nuevo actualizado en una nueva situación, por medio de ese “leitmotiv”, o cita musical. Dependiendo de la disciplina utilizada (y el interés artístico de la autora se expande por diferentes universos referenciales y temáticos, al igual que diversas son las herramientas utilizadas) se introducen y desarrollan diferentes motivos, y que pueden variar por medio de colores, composiciones, símbolos, personas, gestos, melodías, frases…, pero al estar dentro de la obra se identifican plenamente con su contenido representado y sólo se usan en relación con ese contenido. Por decirlo en corto: en la obra de Laura Torrado el “leitmotiv” es la constante que  inspira (y salvaguarda) la considerable variedad (instrumental, nunca mejor dicho) su ya dilatado quehacer artístico.  

 


Con el afortunado título de “La oscuridad natural de las cosas” hace muy poco se ha clausurado la exposición dedicada a Laura Torrado de sus últimos veinte años de trabajo en el muy piranesiano espacio del Canal de Isabel II. Antes de situarnos en el contexto específico de la muestra quisiera hacer algunas puntualizaciones, digamos “prácticas”, y que me parecen esenciales para mejor captar la esencia de la exposición. Cuando digo que el título me parece muy apropiado es porque en él (hecho menos frecuente de lo que creemos) vemos una lógica concordancia entre enunciado y contenido expuesto, como si en el mismo título ya estuvieran, en un salvaje y veloz escorzo,  las características formales y conceptuales que definen la obra de Laura Torrado. La exposición ha sido comisariada por Mariano Navarro (brillante y muy aclarador el ensayo por él escrito)  con una gran profesionalidad, pero también con una, digámoslo así, sofisticada “ambientación” (inteligente y ligera, nada pesante) que tiene su punto de inflexión en el deslumbrante montaje llevado a cabo en esa especie de “Torre de los 7 jorobados” que es el depósito del Canal. Debido, precisamente, a las singulares características arquitectónicas del espacio Mariano Navarro ha llevado a cabo lo que también podríamos definirlo como un recorrido visual, y en vertical, de esos “leitmotivs” que van pautando (y puntuando) por igual la obra expuesta como el tránsito del espectador durante toda la exhibición. Por último, en el catálogo (muy bien diseñado, y por tanto “bello” en tanto que objeto) hay una extraordinaria entrevista de Alicia Murría a la artista que bien podemos definir como “enciclopédica”, por la extensión de la misma y por lo que abarca (y más correctamente, por la información que suministra y que hace más comprensible las derivas estéticas de la obra)  de la biografía vital y profesional de Laura Torrado. Leyendo precisamente esta entrevista me he percatado de que tan antigua como noble acción informativa, una entrevista, debería ser más frecuente su práctica en las exposiciones que parten de una revisión antológica de la obra de un artista. Por supuesto, el asunto es más complicado de lo que parece, pues a la solvencia intelectual y profesional del entrevistador (cuando la hay, y no siempre es fácil encontrarla) hay que unir la deseable honestidad (o decencia, o ética) del entrevistado, y ello aún es más complicado y difícil. Además, los artistas con eso que no diferencian entre vida y obra el resultado puede ser una “Commedia dell’Arte” que ni ellos mismos se la creen.

 

¿La obra de Laura Torrado es “feminista”, es decir, adscrita a determinados presupuestos de lo que en el presente entendemos por “arte de género” (absurda expresión que nada dice y que todo confunde), o, bien al contrario, es una obra interesada en la construcción de dispositivos donde la idea y concepto de “mujer” (no tanto en “lo femenino” que, sospecho, la autora no está demasiado interesada)  sirva para establecer universos referenciales y auto-biográficos? Mirando y remirando su obra pienso que se puede afirmar que la segunda parte de la interrogación va más acorde con el talante personal y profesional de la artista. Por supuesto, sin duda, que es una obra “feminista” pero con unos rasgos diferenciados y muy personales con respecto a determinada ortodoxia oficial, marcando la suficiente y elegante distancia entre vida y obra, o entre biografía y profesión, o entre conocimiento y auto-conocimiento. En toda la obra de esta artista siempre hay una “distancia correcta” entre pensamiento y expresión, la misma que, muy inteligentemente, crea entre obra y espectador, obligando a éste a una consideración de lo observado en función de esa misma distancia. Observando con detenimiento su obra nos percatamos que el triunfo mayor de su autora es resituar el pensamiento emocional del espectador (tenga éste el género biológico que tenga) dentro de las estructuras sensibles de la misma Laura Torrado, y con ello la acción, inteligentísima, de proveer al espectador de unas herramientas de conocimiento que por género, educación o formación, no le corresponden, pero susceptibles de ser leídas y asumidas en tanto que “universo sensible”. Llegados a este punto, sí que podemos afirmar que la obra de Laura es “feminista”, pero lo sería más como acción indirecta que como arrogante demostración de un “ser mujer” que en el absoluto de su acción no se olvida de fecundar (intelectualmente) a aquellos a quienes desea aproximarse.

 


No nos dejemos engañar por el tango,  y pensemos que sí, indefectiblemente, que veinte años son muchos, tantos como para que a lo largo de este espacio de tiempo la obra de Laura Torrado se haya densificado bajo las circunstancias propias de toda experiencia de vida. Dado que el montaje alterna, y con muy buen criterio, en diferentes capas y series, los “leitmotivs” que han definido la obra de la artista en estos veinte años, se da la fértil paradoja que series de hace diez, quince años, se intensifican con la promiscua proximidad de otras en las que la autora se encuentra inmersa en el presente, o lo estuvo en los últimos años, estableciendo de esta manera dialécticas productivas entre, por ejemplo, “El Dormitorio” (1995) o “Hammam” (2013), serie esta de una perversión que espero poder algún día desarrollar tal como se merece tan inteligente trabajo; o entre “Selfportrait” (1994) o “You” (2009/2013); o entre “Pequeñas historias bucólicas” (2006, serie que desconocía y que me parece magnifica) y “El Presentimiento” (1995). Quiero decir con esto lo siguiente: lo que “ayer” fue leído bajo unos rasgos y presupuestos concretos en el “ahora” lo interpretamos con otros radicalmente distintos. Unas lecturas no son mejores que otras, simplemente se han “aggiornato”, como dice los italianos, bajo la implacable luz del presente. Pero hay una sorpresa maravillosa y última, muy reciente, la fastuosa serie “Vida suspendida” (2012/2013, dibujos técnica mixta sobre papel), que, literalmente, sin retórica alguna, no puede describirse, hay que verla, mirarla, observarla, degustarla, de ella y con ella “vivirla”.

 

Empezamos con Wagner y acabamos sin él, pero con música, o sonidos, pues, luego de haber escalado la torre de aguas, llegamos al último espacio que la corona, en el cual Laura Torrado ha creado una instalación sonora (“Prana”, 2013) donde el espectador se relaja después de tan densa y fértil travesía. Yo estuve como un cuarto de hora pensando (o no pensando), que, a lo largo de la vida, más tarde o más temprano,  uno tiene la posibilidad de crear, a su manera y con sus medios, la obertura musical que acompaña a toda experiencia de vida y obra.

 

sábado, 29 de junio de 2013

LINO LAGO - "Espacio Reservado"


Cortesía Artista y Galería Álvaro Alcázar
La exposición actual del artista gallego Lino Lago en la Galería Álvaro Alcázar, de Madrid, es menos una exhibición de obras (lo que podemos entender por “cuadros” o “pinturas”) que un planteamiento de determinadas cuestiones que se sirven de la imagen, o la iconografía visual que el artista considera oportuna, para desarrollar, desde la misma práctica pictórica, un ejercicio (tan seductor visualmente como implacable en su propia “denuncia constructiva”) donde por igual contemplamos una teoría metalingüística de la pintura en tanto que acción que “enmarca” una narrativa visual, como un análisis social sobre la necesidad de insistir y perseverar en el ejercicio de la pintura misma. Ambas situaciones, o ambas derivas conceptuales, se confunden con la misma imagen que contemplamos, hasta el punto que el artista exige un cierto compromiso discursivo, o al menos un intento de visualizar las obras por otros medios o caminos, como elemento constituyente de esas pinturas que interrogan al espectador en el mismo momento que son percibidas visualmente por este. Pero volvemos al inicio de este párrafo, por su hubiera alguna duda. Estamos hablando de pintura, de cuadros de pintura, y el primero que desea dejar esta situación muy bien definida es el propio artista.

Cortesía Artista y Galería Álvaro Alcázar
Con el título de “Espacio Reservado” (más allá de su acierto o ineficacia ningún título es ingenuo, o posee el color blanco de la indiferencia) Lino Lago ha pintado unas telas que son, básicamente, espacios por igual de significación e interrogación. Queremos decir: estos cuadros “significan” cosas y situaciones, pues poseen una decidida voluntad narrativa (hablar de “realismo” figurativo sería una media verdad, incluso una falsedad), pero ese mismo fácil reconocimiento de lo observado se diluye (se prostituye, se pervierte, se desfigura, se transforma) en una intervención, u acción, que su autor sitúa en el centro de ese imaginario descriptivo o “novelístico” (más que narrativo) con el ánimo y voluntad de asesinar lo que tan fácilmente reconocemos, siempre y cuando aceptemos el juego establecido por el artista: el arma con la cual se comete el asesinato es la propia historia de la pintura, en concreto desde que ella se cita a sí misma, o a sí misma se seduce en un inacabable e infinito juego de espejos que reflejan por igual su helado vacío como su barroca desfiguración. Cuando se aceptan estas reglas de juego impuestas y administradas por su inventor, la pintura de Lino Lago empieza a dar sus frutos: esa severa familia decimonónica únicamente resulta creíble precisamente cuando ha sido asesinada con expresionistas brochazos delincuentes; el texto que vemos “pintado” desea ser leído cuando el artista lo ha salpicado con relucientes gotas y manchas del mejor Sam Francis (para entendernos y sin la obligación de leerlo al pie de la letra); la delicada flor sobre fondo negro más la frase “¿qué hace esta jodida flor aquí?” nos emplaza a una consideración gramatical de la propia imagen (tan vulgar, tan clásica y sobada) de una flor…

Cortesía Artista y Galería Álvaro Alcázar
Los ejemplos citados podrían ser todos y cada uno de los cuadros expuestos, pero consideramos oportuno utilizar la figura retórica de la sinécdoque (la parte por el todo) para mostrar, lo más visualmente posible, la idea que Lino Lago tiene de la pintura. Además, en el interés discursivo de este artista la obra se ejemplariza por un fragmento ausente, por una totalidad agrietada, por un “campo de color”, o por una mancha que aspira a poseer la misma audacia narrativa que ese señor (todo él color sepia) que sirva de base y sostén para que esa mancha pueda a sí misma contarse como si de una olvidada biografía se tratara.


Cortesía Artista y Galería Álvaro Alcázar

Hay algo magnífico y perturbador en esta muy buena exposición de Lino Lago, que únicamente te regala aquello que antes has debido de procesar desde el pensamiento y el análisis. Como si Magritte y Baldessari (artistas, estoy convencido de ello, que interesan mucho a nuestro artista, si bien es justo señalar que desde las Vanguardias hasta el presente es motivo de su atención e interés) se encontraran en un parque de atracciones, en la atracción de los espejos deformantes ( "Espacio Reservado"),  y tanto uno como otro, desde sus diferentes tiempos y desde las diversas interpretaciones y lecturas de esos mismos y diversos tiempos, se emplazaran en la interminable conversación sobre la imagen y su retórica circunstancial, sobre el lenguaje y sus faltas, sobre el arte pictórico y su “NECESIDAD” (las mayúsculas son intencionadas). Para finalizar, muy buena, seductora e inteligente muestra de Lino Lago. 

 

miércoles, 1 de mayo de 2013

James Coleman o el agujero indescifrable de las apariencias


   
      
El profundo y bellísimo primer plano con que finaliza la película de Robert Mamoulian La Reina Cristina de Suecia nos invita a desarrollar, configurándolo, un acto supremo de violencia contra una psicología humana en trance de interrogarse a sí misma sobre su natural función en tanto que contenedor activo de emociones. Debemos al cineasta danés Carl Th. Dreyer las siguientes palabras: “No hay nada en el mundo que se pueda comparar a un rostro humano. Es una tierra que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje (sea áspero, sea suave) de una belleza única (1)”. El autor de Ordet y Dies Irae, pero especialmente de su deslumbrante última película, Gertrud (a la que volveremos más adelante, situándola en el contexto específico de análisis de la obra de James Coleman), es el artista que mejor ha sabido utilizar los espacios significantes de la mirada, entendido el acto de posesión visual como demostración de la imposibilidad totalizadora de la lengua, de la palabra tout court.


          El conjunto de la obra de James Coleman son ejercicios de lo visible representado y expuesto a partir de la dramatización de las convenciones narrativas de la literatura occidental, y en cualquiera de las manifestaciones específicamente temáticas que se nos ocurran. Entendemos por dramatización, en este caso concreto, la producción de diversos niveles de retórica interactiva en la que confluyen, una, dos, o muchas partes, todas ellas participantes de un intercambio múltiple de representación simbólica. La propia cualidad de la especificidad del medio (recursos técnicos y tramoya asistencial) utilizado por Coleman para hacer visibles sus obras ya nos habla de un interés por establecer mecanismos donde la acción teatralizada de la escena confluya en la ejecución de lo visible de modo que la técnica provoque el accidente (representación) de su propia visibilidad. Un ejemplo muy apropiado de lo que pretendemos decir con respecto al interés de Coleman por los ejercicios de dramatización lo encontramos en una sus últimas obras, Retake with Evidence, también visible en la extraordinaria exposición que ahora mismo se puede ver en el Reina Sofía. Retake with Evidence es una proyección en vídeo donde un muy profesional y filológico Harvey Keitel recita fragmentos del Edipo Rey de Sófocles. Keitel, naturalmente, recita a Sófocles en inglés, sin la ayuda de subtítulos en español o en cualquier otra lengua porque así lo quiere el artista. Con otras palabras: a Keitel se le entiende sin entenderle. El asunto es más complejo de lo que parece. Luego de un viaje por Japón Roland Barthes escribió su famoso ensayo El Imperio de los signos, y en él, hablando de la lengua “sígnica” de los japoneses, escribe: “El sueño: conocer una lengua extranjera (extraña) y, sin embargo, no comprenderla: percibir en ella la diferencia, sin que esa diferencia sea jamás recuperada por la socialización superficial del lenguaje” (2). Resulta complicado no recordar estas palabras oyendo a Harvey Keitel: sea cual sea el conocimiento que se tenga del inglés no se le comprende. Quizás no importe tanto. Si se recurre a una estrella de Hollywood para recitar a Sófocles es el propio rostro de Keitel el que sí resulta plenamente (visualmente)  comprendido.

  
      
Desde principios de los setenta está presente la figura humana en el trabajo de James Coleman, pero a mediados de esa década el artista irlandés crea una de las obras más admirables e inteligentes de todas las por él realizadas.  Nos estamos refiriendo a Clara and Dario (1.975), y con ella el inicio de la inteligente y muy sofisticada exploración del autor por indagar en los esquemas lacanianos de la pulsión escópica, o la confirmación de que la dialéctica específicamente visual que se establece entre el ojo y/o la mirada y el sujeto es, con frecuencia, una mentira piadosa, y siempre un engaño consentido.


        Clara and Dario es una simple proyección de imágenes con narración audio sincronizada que consta de dos retratos fotográficos en primer plano de un hombre y una mujer ocupando la totalidad de dos paredes del espacio expositor, aquí magníficamente instaladas en las sendas estancias de la Sala Protocolos del Reina Sofía, y sin mirarse nunca directamente entre ellos, con el acompañamiento de una banda sonora en la que un narrador anónimo, externo a la pareja que el espectador contempla, relata  la historia de una amor de juventud. Nosotros, espectadores, contemplamos los rostros de Clara y Dario, pero en la banda sonora que escuchamos dichos personajes se convierten en Elsa y Andrea, y con ello una confusión de tiempos, nombres y pronombres, pasando sin transición del “él” al “tú”. Clara and Dario lleva implícita en su propio discurso visual una cuestión esencial para situarnos, en tanto que espectadores, ante una obra cuya densidad y hermetismo nos confunde y perturba, y que no sería otra que la siguiente: ¿en qué medida la producción artística es capaz de una alteración de los sistemas perceptivos del espectador, cuando éste no desea renunciar a su papel de observador/juez, y en qué medida dicha alteración, en el hipotético caso de lograr sus objetivos, pertenece a la capacidad transformadora de la obra, o bien habría que anotar dicha facultad a la figura del espectador que recrea lo observado desde la posición abierta que surge cuando éste asume la auto-consciencia crítica de saberse figura artística otra (si bien externa) de un mismo campo de representación? Esta doble interrogación que hemos expuesto unifica en un mismo espacio de acción y significado las figuras del artista y el observador, y creemos que constituye la tesis que más y mejor define la complejidad de la estructura (concepto, forma, presentación y recepción) que sustenta el universo visual y representacional de James Coleman. Pero volvamos de nuevo a Clara and Dario.

          Los dos carruseles –uno para Clara, otro para Dario- que proyectan las imágenes de ambos empiezan a avanzar de modo sincronizado, pero el carrusel de Dario se para a mitad del recorrido para proseguir su ciclo en sentido contrario. Resulta en verdad inquietante constatar con qué sencillez Coleman se sirve de la técnica para mostrar un proyecto truncado de vida en común, o para focalizar el abandono de un determinado proyecto de existencia compartida, o simplemente para presentar un preciso cortocircuito interpersonal; en definitiva, para mostrar una alteración de destino. Ello nos provoca, insistimos, una gran inquietud, a duras penas mitigada por la admiración que sentimos por Coleman, por derroche tal de inteligencia tan rigurosa como sofisticada. Clara y Dario jamás se miran a la cara entre ellos, pero sí a la cámara, al espectador. Nos encontramos, entonces, con una doble mirada a cámara, y aquí enlazamos con la Gertrud de Dreyer. Haciendo memoria se recordará que en la película hay un famoso plano-secuencia (auténtica “escena de sofá” decimonónica que no renuncia a las convenciones propias del género) en el cual Gertrud y su ex amante, el poeta, rememoran los años de su relación. Este plano dura exactamente veinte minutos de tiempo real (los amantes se citan a las cuatro y se despiden a las cuatro y veinte), y durante este lapso de tiempo Gertrud y su antiguo pretendiente nunca se han mirado entre si, única y exclusivamente a la cámara que les filmaba, mientras hablaban y recordaban. Analizando Gertrud como película, pero sin focalizar ningún momento concreto, Deleuze se refiere a la “situación psíquica” que domina a Gertrud y al resto de los personajes de la película, y que remplaza a cualquier otra situación sensorio-motriz, remitiendo así al “agujero perpetuo de las apariencias” (3). No podemos estar más de acuerdo si nos decidimos a aplicar las mismas palabras, y más allá de la extraña similitud existente entre esta escena de Gertrud y los rostros de Clara y Dario, al conjunto de la fascinante obra de James Coleman, toda vez que en ella contemplamos un encadenamiento productivo del doble proceso que ha alimentado el arte contemporáneo durante los últimos cuarenta años: la conflictiva representación de la cosa y la no menos convulsa representación de la palabra, o el desciframiento en la práctica artística de la figura y el discurso por ella provocado.


         Pero volvamos de nuevo a Deleuze y al “agujero perpetuo de las apariencias”. Sería en verdad paradójico que el grado de intensidad acumulado por el objeto de arte durante el presente siglo (no hay ningún lapsus en lo escrito: nos interesa alargar el siglo XX para lo que pretendemos decir, y con más razón analizando la obra de Coleman) estuviera en relación inversa con la proliferación exhaustiva, acumulativa, metastásica, de los millones de “agujeros negros” que incluso se tragan la idea misma de arte como pensamiento y acción. Estaría esta posibilidad muy cercana a las tesis de Thierry De Duve, que se basan en la afirmación de que la modernidad habría vivido siempre del proyecto de su propio final, para luego repensar dicha posibilidad con un sesgo diferente, que no hay término histórico para la empresa moderna, solamente hay rupturas, aperturas inauditas, “agujeros negros” (4). Sería en verdad paradójico, insistimos, que la violencia con que el objeto post-duchampiano irrumpe en el escenario de lo visual fuera consecuencia de la imparable desintegración, no ya de las estructuras generadoras del arte como pura visibilidad, sino más en concreto de la cancelación de las coordenadas temporales, o de la suspensión sine die de la conquista de los horizontes utópicos con que la propia Vanguardia medía la intensidad y eficacia de su proyecto. Ahora bien, nos interesa, y mucho, el perpetuo agujero negro de la apariencias, fosa marina que ha permitido la metafísica violenta de unas representación aligerada  de la carga ideológica del significante, para canalizar todas sus esperanzas regeneradoras en la conquista de una imagen primordial -ambiciosa, absoluta y orgullosa, pero también despreciativa de la crítica y el análisis.  De ahí, probablemente, los continuos ajuste y reajustes con la idea de imagen representacional, la que se hace visible a través de una impresión analógica, que se teoriza y justifica a sí misma hasta la desesperación, consciente de que su poder de seducción está en función de lo abultada, cuanto más mejor, que sea la cantidad de analogía capaz de auto-proyectarse en términos de “verdad artística”, y con ello una plusvalía de significado visual de tan fácil como engañosa representación.
 
         James Coleman introduce un espacio de significación neutro entre la carga simbólica de lo representado y la carga ideológica que se desprende de esa misma representación cuando ésta, ya artistizada, se autonomiza como ente capaz de poner en crisis los propios fundamentos que han hecho posible su salida al mundo de lo visible. Esta cámara de aire regula por igual los estamentos  (de voluntad y ánimo conservadores) de la representación como analogía de una realidad tan compleja como se quiera, pero indiscutible en tanto que territorio donde se representan las funciones humanas de lo social, así como también regula y controla los discursos que centralizan el poder y sugestión de la imagen como elementos indispensables para una consideración artística de lo representado, y con ello una inflación interesada de su capacidad transformadora con el fin de resituarla en el sistema económico de valores. Por eso la obra de Coleman se nos antoja “intocable”, pues ella misma lleva incorporado un extraño y fascinante sistema de protección y defensa, y no siendo ajeno a ello la insistencia por parte del autor por considerar el tiempo real de las proyecciones y películas como tiempo moral, es decir, como un lapsus temporal suspendido entre el descubrimiento de su propia consciencia de ser tiempo humano, y la contemplación aburrida de ese mismo tiempo moral en tanto que visión de la acción inmotivada. Como si el propio autor fuera consciente que en cada fotograma que realiza fuera culpable de crear un nuevo agujero negro, una nueva sima en el juego perpetuo de las apariencias. Dicha postura no es solo un gesto supremo de inteligencia artística, es también un viático para enfrentarse a la verdad artística con la lucidez propia de quien sabe que la práctica del arte que se realiza dentro de los sistemas inmersos en el capitalismo avanzado ya no precisa pasar por la conciencia para validarse, pero afortunadamente sí necesita construir nuevas aporías, más que alegorías, donde la representación de lo visible se constituya como estimulador crítico de una conciencia más generosa y solidaria que utópica. Ello sería una representación activa y funcional de un posible cielo protector. Proyecto utópico, bien mirado, más fácilmente lograble que poseer el rostro perfecto, imposible en tanto que tal, de Greta Garbo en La Reina Cristina de Suecia.

Luis Francisco Pérez
        

Notas
(1)        Gertrud, de Carl Th. Dreyer, Clara Sánchez. Revista NICKEL ODEON, Madrid Verano 1.999.
(2)        El Imperio de los Signos, Roland Barthes, Edit. Mondadori, Madrid 1.991
(3)        La imagen-tiempo (Estudios sobre cine 2), Gilles Deleuze, Edit. Paidós Comunicación, Barcelona 1986.
(4)        Au nom del art, Thierry De Duve, Edit. Minuit, Paris 1989


jueves, 25 de abril de 2013

Anna Talens - "Mar de fondo" - Freijo Fine Art, Madrid

La exposición en la galería “Freijo Fine Art”, de Madrid,  de la artista valenciana Anna Talens posee la rara cualidad de “descentrar” una cierta ortodoxia crítica/teórica de la propia escritura sobre arte,  en la medida que una aproximación a su tan variada como inclasificable producción estética pasa, indefectiblemente, por resituar los propios parámetros de análisis evaluativo de la obra. En efecto, de poco ha de servirnos pretender alinear el refinado tratamiento objetual llevado a cabo por la artista dentro de las múltiples derivas (y “caídas”) que el “objeto de arte” ha vivido y padecido en la era post-duchampiana, pues ello nos obligaría a anular la voluntad no tanto “poética” como de “Poesía”, que la obra detenta como argumento interno de la misma, y la diferencia de concepto o matiz nos parece esencial. Intentemos aclarar un poco más lo que pretendemos decir. Todo objeto que a sí mismo se autocalifica como “artístico” coloniza y hace suya una cierta idea de lo “poético”, pero muy pocos de entre esos objetos poseen la cualidad aristocrática de saberse portadores de una “Poesía” que, más allá de sus aciertos o desventuras formales, únicamente es por medio de ese deslumbramiento del espíritu donde el objeto logra devenir una metáfora formal y objetual de la idea misma de Poesía. A partir de este necesario prólogo es cuando podemos iniciar un análisis teórico de la obra de Anna Talens.

Con el título de “Mar de fondo” (por cierto, y como anécdota, el mismo título otorga Patricia Highsmith a una de más inquietantes novelas) Anna Talens ha distribuido por el espacio de la galería una serie de obras (de indefinible y delicada objetualidad muchas de ellas, pero también otras de decidida voluntad pictórica, y no pocas de indudable concepción escultórica) donde las imágenes de un posible universo onírico del mar y sus simbologías dibuja en el espacio expositor - muy bien montada la muestra y visualmente muy limpia-  referencias culturales diversas y de diverso y ampliado significado. Podemos pensar, efectivamente que el mar, su “idea” por mejor calificar, es un argumento configurador de la obra, pero ello, aun siendo cierto, posee también la limitación propia de las medias verdades, toda vez que las traslúcidas superficies de la artista nos referencian una posible imagen poética de fondos marinos, pero conviene no engañarse un paso más allá de lo que dictan las buenas formas y la mejor educación intelectual. Estos “fondos marinos” son mucho más terrestres de lo que nos haría pensar una mirada rápida y superficial de la obra, si es que ese mismo lecho oceánico no es, bien mirado, una suerte de fondo para enmarcar formas otras de la natural y prosaica existencia de la vida.

La obra de Anna Talens la entiendo como una continuación, si bien por otras vías, de la escultura desmaterializada que se llevó a cabo en Estados Unidos durante la década de los sesenta, aunque la fisicidad y gravedad tan presentes en la obra de la artista valenciana negaran esta filiación intelectual, siendo la obra de Eva Hesse un posible referente dentro de ese grupo, si bien no el único, aunque sea mucho menos cruel y traumático el tratamiento del objeto, por supuesto,  en la artista española que en la alemana. Digamos que la diferencia esencial entre Anna Talens y Eva Hesse radicaría en la negativa de nuestra artista a introducir su propia biografía existencial dentro de su trabajo. Pero si la obra que hemos comentado es por sí misma admirable más lo es, tal mi caso, el haberla descubierto.


martes, 16 de abril de 2013

Intento de Escapada (experimentos y teorías sobre las falsas tragedias)


“Esperemos que Josefina no descubra que el sólo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su canto”
            Franz Kafka, Josefina, la cantora

Cuatro personajes principales, un par, o tres, más de secundarios, un único escenario de ambientación geográfica (excepto en el, así denominado por el autor, Epílogo, punto final de la novela), y un análisis crítico/teórico sobre las diferentes derivas que conforman el estado y práctica del arte contemporáneo, son los elementos que configuran la ficción de Miguel Ángel Hernández, Intento de Escapada. Una ficción, en efecto, pero también un sofisticado y laberíntico juego de espejos, donde el autor pone en abismo una ficción de probable verosimilitud (sólo probable), y donde pretender jugar al “quién es quién” conlleva el riesgo de anular la real fantasía que estructura toda la novela, y más allá de la comprensible tentación de creer (demasiado racionalmente) que el artista Jacobo Montes, protagonista de la novela, es el internacionalmente famoso “artista disidente” bien conocido de todos; que la ciudad dónde se desarrolla la acción sea la más que probable ciudad levantina en la que todos pensamos; que incluso Helena, la profesora y directora de la sala de exposición (sin duda el personaje más complejo y mejor definido de toda la narración)  también posean una correspondencia con personas e instituciones de esa ciudad con tan buena y sana gastronomía; que Marcos, el tímido y muy sensible estudiante de Bellas Artes, no sea el propio autor rememorando años juveniles; e incluso (así de tramposos son los juegos especulares) nada ni nadie nos puede certificar, excepto el propio interesado, que el escritor Miguel Ángel Hernández, hábil, perverso y sofisticado novelista, tenga algo que ver con el profesor y muy serio teórico del arte contemporáneo, Miguel Ángel Hernández-Navarro. Únicamente Omar, el emigrante africano, que se presta por pura necesidad, y para salir de la miseria, a los crueles juegos artísticos de Jacobo Montes sí es “el emigrante africano”, toda vez que es el único personaje que posee, y padece, la Realidad como brutal horizonte de vida.

Intento de escapada es una primera novela muy bien resuelta y mejor escrita, pero para quien redacta este texto es, esencialmente, una brillante tentativa de llevar la teoría del arte a la propia ficción de la que se nutre la misma práctica artística, y con ello establecer unas diferentes reglas de juego, una diversa utilización del lenguaje, y un re-apropiamiento de la natural libertad de acción de toda fantasía especulativa –no es otra cosa toda “acción de arte”. De acción y del cómo decir esa misma libertad de pensamiento y gestión. Cuando se escribe crítica y teoría del arte contemporáneo siempre surge la idea (tan maliciosa como estimulante) de intentar una escritura otra, que pudiera incorporar la libertad lingüística de una conversación coloquial, pero sin perder de vista la sofisticada seriedad de todo pensamiento de altura y al que, se logre o no, siempre se ha aspirar. Esta posibilidad, este sueño, fantasía o tentativa, sobrevuela toda la novela también como un “intento de escapada” de la propia cárcel de la escritura sobre arte, hasta el punto de confundirse en el mismo planteamiento narrativo, en un continuum de escritura donde el pensamiento sobre arte se expande y vivifica con su correspondiente ángulo de visión desde una situación doméstica, coloquial o familiar.

¿Hasta qué punto, o mejor: hasta qué nivel u orden de representación, la novela Intento de escapada puede erigirse en defensora, y desde la ficción especulativa, de una crítica a determinadas prácticas artísticas que, el entrecomillado pertenece al propio MAH, en su “sociologismo visceral instaura la ruptura del placer visual en el arte contemporáneo”. Por supuesto, ello es viable por dos argumentos que tienen en la propia Poética de la novela, quiero decir: de la novela en tanto que género, y como el perfecto universo de la referencialidad humana que es, sus más convincentes defensas. Uno sería la acción dramática, y que en Intento… adquiere un rango de expectación que yo definiría como “cinematográfico”, y el otro la utilización de una escritura política como una forma determinada de contar la realidad, y con ello, naturalmente, la posibilidad de hablar de “sociologismo visceral”, pero sin abandonar, perfecto as en la manga, el recurso dramático de la narración. De hecho en Intento… hay tres “políticas”. La primera sería la que por ello entiende Jacobo Montes y su falta de ética (o de talento, quién sabe, pudiera ser) en su humillante utilización de los más desfavorecidos en la escala social. La segunda, lo que por “política” entiende Marcos, su ocasional asistente, y el que provoca, en su pesquisa moral, la teoría otra que ya hemos señalado. La tercera correspondería a la muy hegeliana Helena, la profesora y comisaria (también en su sentido político), que con su profesionalismo tan exigente y neurótico suscribe perfectamente la tesis de Hegel, en su Estética, sobre la acción dramática , “la misma que descansa sobre una actuación en colisión, y la verdadera unidad sólo puede tener su razón en el movimiento total (las cursivas son mías), de que después de la determinación de las especiales circunstancias, caracteres y fines la colisión se presente tan en consonancia con los fines y caracteres, como que suprima su contradicción. Esta solución debe ser simultáneamente, como la misma acción, subjetiva y objetiva (de nuevo el énfasis de las cursivas me corresponde). Ya he apuntado que Helena me parece un personaje muy logrado y definido, y si eso es así lo es en la medida que ella considera que la subjetividad (la artística, pero también la existencial) es una forma otra de objetividad, confundiendo ambas. Para ella el arte es la guerra por otros medios, no por casualidad la novela empieza con una clase sobre Bob Flanagan, el desgraciado artista que sublimó su propio dolor como forma de arte, o como forma de entrega, hasta el punto que en su última acción entrega, efectivamente, su propia vida en el altar sacrílego del Arte. Esta clase inicial deja al estudiante Marcos en un estado de turbación (ve como Flanagan se desgarra el glande incrustando un clavo en el mismo de un martillazo),  pero no menor turbación le provoca la distante y gélida explicación que de la acción hace Helena desde su altura profesoral. El joven Marcos tendrá que esperar la llegada del famoso Jacobo Montes para entender muchas cosas, demasiadas. Esas “muchas cosas” es la parte mollar de la novela. Quiero decir: esa parte, al igual que una nube que avanza y retrocede, es la excelente teoría estética que MAH distribuye por toda la novela sin parecerlo, sin notarse.

Helena es una apropiadora de la Realidad, una mente especulativa y dialéctica (pero siempre y cuando esa “dialéctica” corrobore únicamente sus propias tesis), y así enfoca sus clases: no me importa lo que las imágenes significan, viene a decir a sus alumnos, sino lo que las imágenes quieren, inteligente lectora y seguidora, se diría, de las tesis “visualistas”  de W.J.T. Mitchell. Marxista sin saberlo,  Helena entiende la práctica del arte como la formalización de un foucaltianoquerer decir” por encima de todo y de todos, asumiendo costes éticos y ridículos prejuicios burgueses. Y ese “querer decir”, como si se tratara de una tiránica voluntad sin freno, es lo que sostiene la falsa disidencia de la obra de Jacobo Montes, pero también del discurso docente de Helena, su entregada seguidora. Pero Marcos, inteligente estudiante, introduce una variante fundamental en el tiránico “querer decir”, y que no sería otra que la no menos foucaltianavoluntad de saber”. Un querer saber que tendrá su merecido premio años después de los sucesos ocurridos en la luminosa ciudad levantina, en París, en el Centro Pompidou, donde Marcos visita (quiere visitar) la magna exposición que allí le dedican a Jacobo Montes. Y allí, naturalmente, está la famosa obra de sus juveniles desdichas, Intento de Escapada. Y allí podrá comprobar (en una escena muy divertida y muy bien escrita por MAH) que en el interior de esa siniestra caja no está Omar, el emigrante africano, tal como sospechaba, y que el cadavérico olor que desprende la instalación no corresponde a restos orgánicos en descomposición, que todo se resuelve en una simple fórmula química capaz de producir tan nauseabundo olor. Esta escena, esta “caída del caballo”, a lo San Pablo, ha sido interpretada como una crítica a la creación plástica contemporánea. Yo creo que es justamente lo contrario: una epifanía, una regeneración del pensamiento, un deseo de seguir confiando en el arte del presente, y la firme voluntad de seguir amando todas y cada una de las mistificaciones que el arte sea capaz de seguir ofreciéndonos. Por supuesto, en esas mistificaciones entran todas, las más sinceras y nobles, como las más falsas y oportunistas.

Intento… acaba con una breve y melancólica parte final que lleva por título Epílogo, y un subtítulo que a mí personalmente me sobra y desde luego no entiendo, pues entre paréntesis el autor aclara (innecesariamente, en mi opinión) que lo que el lector tiene entre manos es (“Una novela y no un ensayo”).  ¿Y no pueden ser las dos cosas? ¿Por qué tan prosaica explicación, contagiado quizás por la tautológica forma de entender la práctica artística de Jacobo Montes donde un emigrante metido en una especie de caja fuerte, sin posibilidad de escape, es un emigrante metido en una especie de caja fuerte sin posibilidad de escape? Hay algo en este epílogo de raro descargo de intenciones que a mí me ha dejado un poco descolocado. Hasta el punto que este texto está motivado por la defensa de leer Escapada… precisamente como un ensayo, lo que MAH parece no desear, al menos que leamos este subtítulo con el mismo talante que vemos, y leemos, la pipa de Magritte. Pudiera ser. No olvidemos que en esta novela nada es lo que parece y nadie es quien creemos que es. O su contrario: son, exactamente, los que pensamos que son. Sea novela u ensayo lo que sí es Intento de Escapada es una obra de arte. Entiéndase por ello lo que cada cual crea más conveniente.

Juan Cárdenas, "Los Estratos"

La mejor literatura posee siempre, en su propia estructura interna, un desplagamiento de psicofonías, un coral de voces extrañas e incontrolables, un orfeón de susurros, un banquete de gemidos…, que ello lo podamos calificar de “monólogo in...terior”, bien por convención literaria o histórica, bien por simple comodidad explicativa o didáctica, no explica la complejidad intrínseca de ese monólogo, que puede ser, efectivamente, un soliloquio, pero también, y sin por ello dejar de ser monólogo interior, una sabia orquestación de voces en agrupada multitud, o de requerimientos evocados por muchos seres diferentes pero enunciados desde la soledad de una única conciencia. “Los estratos”, del escritor colombiano, radicado en Madrid, Juan Cárdenas, es un perfecto ejemplo (no hay demasiados) de esa coral de voces que requieren una acción por parte del único protagonista de la novela, al que bien pudiéramos definir como “El Innombrable”, en la medida que este protagonista inicia un peculiar “bildungsroman” a la inversa: el aprendizaje de sí mismo irá de mayor a menor, a la búsqueda, entre otros muchos tesoros, de volver a reconocer el sabor de su nombre pronunciado por la criada negra que le cuidaba de niño.

Toda “novela de aprendizaje”, y “Los estratos” lo es en una doble dirección, necesita de un desarrollo de diversas capas de conocimiento, y aquí hay dos vectores fundamentales para que el lector sea él mismo parte de ese “des-aprendizaje” moral que el protagonista lleva a cabo. Uno sería la utilización de la historia colombiana de las últimas décadas, pongamos desde “El Bogotazo”, en 1948, con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el momento “donde empieza todo”. El otro vector sería la utilización “política” de la lengua, o de la natural manera del “decir colombiano”, como correlato imprescindible para interrelacionar Estado y pueblo, Institución y familia, Historia oficial e historia doméstica. De hecho, estos son las únicas brújulas que el protagonista detenta para regresar a su criada negra y a un tiempo sin injusticias e indignidades, al menos desde la conciencia de una criatura. La novela posee una primera parte urbana, y una segunda (y verdaderamente magistral en la utilización del tempo narrativo) que no es campesina ni rural, es sencillamente selvática. En ambas partes, la violencia está presente únicamente por evocación (familiar, íntima, o estatal), pero una de esas evocaciones es la descripción (diríamos mejor: la visualización) de una horrible decapitación que, para quien esto escribe, es una de las descripciones más brutales que haya leído nunca. Al igual que en ambas partes el lenguaje (magnífico en su riqueza y sonoridad colombianas) es utilizado por el autor como homenaje a un posible y colectivo “ser colombiano” situado en la historia y, a la vez, olvidado de la Historia, o de doloroso recordatorio. Esta sofisticada utilización del lenguaje no era para menos: “Los estratos” cita y homenajea a una de las obras capitales de la literatura colombiana, y no únicamente de esta literatura nacional, sino de toda la lengua castellana. Me estoy refiriendo, lógicamente, a “La Vorágine”, de José Eustasio Rivera.

El protagonista avanza hacia la selva, pero no viaja solo, le acompaña un personaje muy logrado en su configuración formal, el detective indígena. Un ser místico, arrogante y sabio. Mezcla de zahorí y Loge, el astuto hermanastro de los dioses del Walhalla, y el que acompaña a Wotan a recuperar el oro dejado perder por las hijas del Rhin. El protagonista sin nombre se adentra más y más en la selva. No encontrará a su criada negra, ya muerta, ni tampoco recuperará su nombre social. Poco ha de importarle. Ha cumplido su sueño: ser tragado por la selva, como también finaliza “La Vorágine”. “Los estratos” es una novela deslumbrante.
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