miércoles, 1 de mayo de 2013

James Coleman o el agujero indescifrable de las apariencias


   
      
El profundo y bellísimo primer plano con que finaliza la película de Robert Mamoulian La Reina Cristina de Suecia nos invita a desarrollar, configurándolo, un acto supremo de violencia contra una psicología humana en trance de interrogarse a sí misma sobre su natural función en tanto que contenedor activo de emociones. Debemos al cineasta danés Carl Th. Dreyer las siguientes palabras: “No hay nada en el mundo que se pueda comparar a un rostro humano. Es una tierra que uno no se cansa nunca de explorar, un paisaje (sea áspero, sea suave) de una belleza única (1)”. El autor de Ordet y Dies Irae, pero especialmente de su deslumbrante última película, Gertrud (a la que volveremos más adelante, situándola en el contexto específico de análisis de la obra de James Coleman), es el artista que mejor ha sabido utilizar los espacios significantes de la mirada, entendido el acto de posesión visual como demostración de la imposibilidad totalizadora de la lengua, de la palabra tout court.


          El conjunto de la obra de James Coleman son ejercicios de lo visible representado y expuesto a partir de la dramatización de las convenciones narrativas de la literatura occidental, y en cualquiera de las manifestaciones específicamente temáticas que se nos ocurran. Entendemos por dramatización, en este caso concreto, la producción de diversos niveles de retórica interactiva en la que confluyen, una, dos, o muchas partes, todas ellas participantes de un intercambio múltiple de representación simbólica. La propia cualidad de la especificidad del medio (recursos técnicos y tramoya asistencial) utilizado por Coleman para hacer visibles sus obras ya nos habla de un interés por establecer mecanismos donde la acción teatralizada de la escena confluya en la ejecución de lo visible de modo que la técnica provoque el accidente (representación) de su propia visibilidad. Un ejemplo muy apropiado de lo que pretendemos decir con respecto al interés de Coleman por los ejercicios de dramatización lo encontramos en una sus últimas obras, Retake with Evidence, también visible en la extraordinaria exposición que ahora mismo se puede ver en el Reina Sofía. Retake with Evidence es una proyección en vídeo donde un muy profesional y filológico Harvey Keitel recita fragmentos del Edipo Rey de Sófocles. Keitel, naturalmente, recita a Sófocles en inglés, sin la ayuda de subtítulos en español o en cualquier otra lengua porque así lo quiere el artista. Con otras palabras: a Keitel se le entiende sin entenderle. El asunto es más complejo de lo que parece. Luego de un viaje por Japón Roland Barthes escribió su famoso ensayo El Imperio de los signos, y en él, hablando de la lengua “sígnica” de los japoneses, escribe: “El sueño: conocer una lengua extranjera (extraña) y, sin embargo, no comprenderla: percibir en ella la diferencia, sin que esa diferencia sea jamás recuperada por la socialización superficial del lenguaje” (2). Resulta complicado no recordar estas palabras oyendo a Harvey Keitel: sea cual sea el conocimiento que se tenga del inglés no se le comprende. Quizás no importe tanto. Si se recurre a una estrella de Hollywood para recitar a Sófocles es el propio rostro de Keitel el que sí resulta plenamente (visualmente)  comprendido.

  
      
Desde principios de los setenta está presente la figura humana en el trabajo de James Coleman, pero a mediados de esa década el artista irlandés crea una de las obras más admirables e inteligentes de todas las por él realizadas.  Nos estamos refiriendo a Clara and Dario (1.975), y con ella el inicio de la inteligente y muy sofisticada exploración del autor por indagar en los esquemas lacanianos de la pulsión escópica, o la confirmación de que la dialéctica específicamente visual que se establece entre el ojo y/o la mirada y el sujeto es, con frecuencia, una mentira piadosa, y siempre un engaño consentido.


        Clara and Dario es una simple proyección de imágenes con narración audio sincronizada que consta de dos retratos fotográficos en primer plano de un hombre y una mujer ocupando la totalidad de dos paredes del espacio expositor, aquí magníficamente instaladas en las sendas estancias de la Sala Protocolos del Reina Sofía, y sin mirarse nunca directamente entre ellos, con el acompañamiento de una banda sonora en la que un narrador anónimo, externo a la pareja que el espectador contempla, relata  la historia de una amor de juventud. Nosotros, espectadores, contemplamos los rostros de Clara y Dario, pero en la banda sonora que escuchamos dichos personajes se convierten en Elsa y Andrea, y con ello una confusión de tiempos, nombres y pronombres, pasando sin transición del “él” al “tú”. Clara and Dario lleva implícita en su propio discurso visual una cuestión esencial para situarnos, en tanto que espectadores, ante una obra cuya densidad y hermetismo nos confunde y perturba, y que no sería otra que la siguiente: ¿en qué medida la producción artística es capaz de una alteración de los sistemas perceptivos del espectador, cuando éste no desea renunciar a su papel de observador/juez, y en qué medida dicha alteración, en el hipotético caso de lograr sus objetivos, pertenece a la capacidad transformadora de la obra, o bien habría que anotar dicha facultad a la figura del espectador que recrea lo observado desde la posición abierta que surge cuando éste asume la auto-consciencia crítica de saberse figura artística otra (si bien externa) de un mismo campo de representación? Esta doble interrogación que hemos expuesto unifica en un mismo espacio de acción y significado las figuras del artista y el observador, y creemos que constituye la tesis que más y mejor define la complejidad de la estructura (concepto, forma, presentación y recepción) que sustenta el universo visual y representacional de James Coleman. Pero volvamos de nuevo a Clara and Dario.

          Los dos carruseles –uno para Clara, otro para Dario- que proyectan las imágenes de ambos empiezan a avanzar de modo sincronizado, pero el carrusel de Dario se para a mitad del recorrido para proseguir su ciclo en sentido contrario. Resulta en verdad inquietante constatar con qué sencillez Coleman se sirve de la técnica para mostrar un proyecto truncado de vida en común, o para focalizar el abandono de un determinado proyecto de existencia compartida, o simplemente para presentar un preciso cortocircuito interpersonal; en definitiva, para mostrar una alteración de destino. Ello nos provoca, insistimos, una gran inquietud, a duras penas mitigada por la admiración que sentimos por Coleman, por derroche tal de inteligencia tan rigurosa como sofisticada. Clara y Dario jamás se miran a la cara entre ellos, pero sí a la cámara, al espectador. Nos encontramos, entonces, con una doble mirada a cámara, y aquí enlazamos con la Gertrud de Dreyer. Haciendo memoria se recordará que en la película hay un famoso plano-secuencia (auténtica “escena de sofá” decimonónica que no renuncia a las convenciones propias del género) en el cual Gertrud y su ex amante, el poeta, rememoran los años de su relación. Este plano dura exactamente veinte minutos de tiempo real (los amantes se citan a las cuatro y se despiden a las cuatro y veinte), y durante este lapso de tiempo Gertrud y su antiguo pretendiente nunca se han mirado entre si, única y exclusivamente a la cámara que les filmaba, mientras hablaban y recordaban. Analizando Gertrud como película, pero sin focalizar ningún momento concreto, Deleuze se refiere a la “situación psíquica” que domina a Gertrud y al resto de los personajes de la película, y que remplaza a cualquier otra situación sensorio-motriz, remitiendo así al “agujero perpetuo de las apariencias” (3). No podemos estar más de acuerdo si nos decidimos a aplicar las mismas palabras, y más allá de la extraña similitud existente entre esta escena de Gertrud y los rostros de Clara y Dario, al conjunto de la fascinante obra de James Coleman, toda vez que en ella contemplamos un encadenamiento productivo del doble proceso que ha alimentado el arte contemporáneo durante los últimos cuarenta años: la conflictiva representación de la cosa y la no menos convulsa representación de la palabra, o el desciframiento en la práctica artística de la figura y el discurso por ella provocado.


         Pero volvamos de nuevo a Deleuze y al “agujero perpetuo de las apariencias”. Sería en verdad paradójico que el grado de intensidad acumulado por el objeto de arte durante el presente siglo (no hay ningún lapsus en lo escrito: nos interesa alargar el siglo XX para lo que pretendemos decir, y con más razón analizando la obra de Coleman) estuviera en relación inversa con la proliferación exhaustiva, acumulativa, metastásica, de los millones de “agujeros negros” que incluso se tragan la idea misma de arte como pensamiento y acción. Estaría esta posibilidad muy cercana a las tesis de Thierry De Duve, que se basan en la afirmación de que la modernidad habría vivido siempre del proyecto de su propio final, para luego repensar dicha posibilidad con un sesgo diferente, que no hay término histórico para la empresa moderna, solamente hay rupturas, aperturas inauditas, “agujeros negros” (4). Sería en verdad paradójico, insistimos, que la violencia con que el objeto post-duchampiano irrumpe en el escenario de lo visual fuera consecuencia de la imparable desintegración, no ya de las estructuras generadoras del arte como pura visibilidad, sino más en concreto de la cancelación de las coordenadas temporales, o de la suspensión sine die de la conquista de los horizontes utópicos con que la propia Vanguardia medía la intensidad y eficacia de su proyecto. Ahora bien, nos interesa, y mucho, el perpetuo agujero negro de la apariencias, fosa marina que ha permitido la metafísica violenta de unas representación aligerada  de la carga ideológica del significante, para canalizar todas sus esperanzas regeneradoras en la conquista de una imagen primordial -ambiciosa, absoluta y orgullosa, pero también despreciativa de la crítica y el análisis.  De ahí, probablemente, los continuos ajuste y reajustes con la idea de imagen representacional, la que se hace visible a través de una impresión analógica, que se teoriza y justifica a sí misma hasta la desesperación, consciente de que su poder de seducción está en función de lo abultada, cuanto más mejor, que sea la cantidad de analogía capaz de auto-proyectarse en términos de “verdad artística”, y con ello una plusvalía de significado visual de tan fácil como engañosa representación.
 
         James Coleman introduce un espacio de significación neutro entre la carga simbólica de lo representado y la carga ideológica que se desprende de esa misma representación cuando ésta, ya artistizada, se autonomiza como ente capaz de poner en crisis los propios fundamentos que han hecho posible su salida al mundo de lo visible. Esta cámara de aire regula por igual los estamentos  (de voluntad y ánimo conservadores) de la representación como analogía de una realidad tan compleja como se quiera, pero indiscutible en tanto que territorio donde se representan las funciones humanas de lo social, así como también regula y controla los discursos que centralizan el poder y sugestión de la imagen como elementos indispensables para una consideración artística de lo representado, y con ello una inflación interesada de su capacidad transformadora con el fin de resituarla en el sistema económico de valores. Por eso la obra de Coleman se nos antoja “intocable”, pues ella misma lleva incorporado un extraño y fascinante sistema de protección y defensa, y no siendo ajeno a ello la insistencia por parte del autor por considerar el tiempo real de las proyecciones y películas como tiempo moral, es decir, como un lapsus temporal suspendido entre el descubrimiento de su propia consciencia de ser tiempo humano, y la contemplación aburrida de ese mismo tiempo moral en tanto que visión de la acción inmotivada. Como si el propio autor fuera consciente que en cada fotograma que realiza fuera culpable de crear un nuevo agujero negro, una nueva sima en el juego perpetuo de las apariencias. Dicha postura no es solo un gesto supremo de inteligencia artística, es también un viático para enfrentarse a la verdad artística con la lucidez propia de quien sabe que la práctica del arte que se realiza dentro de los sistemas inmersos en el capitalismo avanzado ya no precisa pasar por la conciencia para validarse, pero afortunadamente sí necesita construir nuevas aporías, más que alegorías, donde la representación de lo visible se constituya como estimulador crítico de una conciencia más generosa y solidaria que utópica. Ello sería una representación activa y funcional de un posible cielo protector. Proyecto utópico, bien mirado, más fácilmente lograble que poseer el rostro perfecto, imposible en tanto que tal, de Greta Garbo en La Reina Cristina de Suecia.

Luis Francisco Pérez
        

Notas
(1)        Gertrud, de Carl Th. Dreyer, Clara Sánchez. Revista NICKEL ODEON, Madrid Verano 1.999.
(2)        El Imperio de los Signos, Roland Barthes, Edit. Mondadori, Madrid 1.991
(3)        La imagen-tiempo (Estudios sobre cine 2), Gilles Deleuze, Edit. Paidós Comunicación, Barcelona 1986.
(4)        Au nom del art, Thierry De Duve, Edit. Minuit, Paris 1989