lunes, 25 de julio de 2011

Leonor Antunes (Museo Nacional de Arte Reina Sofía)

  Visitar la exposición de una artista de la cual se desconoce todo (o muy poco se sabe), así mi caso con respecto de Leonor Antunes (Lisboa, 1972), implica el no poder recurrir a seguras filiaciones históricas o al agrupamiento de ese trabajo desconocido en determinadas familias estéticas, al igual que tampoco podemos situarla en el seguro territorio donde lo nacional o transnacional contribuye a formalizar una posible imagen política (territorial) de la obra en cuestión.  Durante la casi media hora que estuve girando (la instalación demandaba una circularidad en su visión) en torno a Camina por ahí, mira por aquí (título de la obra) pude comprobar la admirable interpelación entre cuerpo y espacio arquitectónico que la autora había llevado a cabo, así como la elegancia formal del suelo creado para la ocasión donde islas de hexágonos pautaban un imposible camino de salida de un laberinto formado por teatrales cortinas, hilos que se pierden en el espacio, selvas de arneses colgados del techo como fantasmas y un trabajo en vídeo tan inquietante como refinado. Un par de horas después de visitar la muestra y ya sentado en mi mesa de trabajo, luego de leer la información adicional suministrada por el museo, el entusiasmo admirativo y la clara visión de la instalación empiezan a enturbiarse.

        Bien sabemos, por supuesto, que en arte contemporáneo nada es lo que realmente creemos ver, pero de ahí a pensar que lo que recién hemos contemplado, luego de leer el texto escrito por la misma artista, en nada se parece a lo que habíamos visto –o creíamos haber visto- muy poco tiempo antes, hay un abismo, si no “peligroso”, si, al menos, “sospechoso”. Veamos si soy capaz de establecer la relación de hechos, y siempre siguiendo las indicaciones de la artista, que configurarían la génesis (compleja, desde luego enseguida veremos) de la instalación Camina por ahí, mira por aquí.

         En 1.958 la pareja de arquitectos españoles Corrales y Molezún, autores del pabellón de España en la Exposición Internacional de Bruselas, ganan la Medalla de Oro por este pabellón, un magnífico trabajo, actualmente en la Casa de Campo de Madrid. Unos pocos años antes, 1.951, se crea el Museo Nacional de Arte Contemporáneo, y Leonor Antunes nos descubre (no lo sabíamos) que los fondos de ese proyecto inicial pasarían más tarde al futuro Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Bien. El extraordinario diseño del pabellón español utiliza el hexágono que, repetido en el espacio, genera la planta, y al poseer una estructura alveolar permite que se adapte fácilmente a otros lugares, así su posterior traslado, finalizada la exposición, a la Casa de Campo madrileña. Sigamos. El vídeo presente en la muestra, El trayecto de la cuerda, y que tal como ya hemos apuntado, nos pareció “tan inquietante como refinado”, pues no, no es así, y si hipotéticamente poseyera esas características, las mismas no serían relevantes. En la película aparecen los mismos arneses de la instalación desde otro punto de vista, en otro espacio, en un interior doméstico, quizá, pero que según la autora “este cambio de contexto o ubicuidad podría remitir al desplazamiento de la Sala Negra, cedida por la familia Huarte, al Museo Español de Arte Contemporáneo en sus primeros años de existencia, donde presentaron las primeras exposiciones del Informalismo”. Eso sí que no lo esperábamos, la aparición de la familia Huarte. Esperen, esperen, la cosa no acaba aquí. La película, El trayecto de la cuerda, abandona a los Huarte y cambia de lengua y continente. Nos vamos a Nueva York año 1.943. Allí,  en otro punto de partida, Leonor Antunes hace referencia a la película Witch`s Cradle, dirigida el año citado por Maya Daren en colaboración con Marcel Duchamp. En ella, Maya Daren filma el interior del espacio diseñado por Frederick Kiesler para la colección de arte de la vanguardia europea y americana de Peggy Guggenheim. De nuevo cedemos la palabra a la artista: “El filme de Maya Daren se apropia de un espacio que existió temporalmente, The Art f this Century, abierto entre 1.942 y 1.947. El pabellón español de Bruselas, tal como se ha señalado anteriormente, fue desplazado a otro lugar. Ambos espacios se reubicaron en diferentes contextos y en diferentes lugares. El espacio de Kiesler fue retomado en una exposición que tuvo lugar en el Centre Georges Pompidou. Lo que me interesa de los dos proyectos es la manera en la que se enlazan por medio de una construcción” que hace uso de un hilo”. ¿Cogen el hilo, o están perdidos como Teseo sin Ariadna? En RRS, el servicio de audio del Reina, la propia artista, muy compasivamente, nos informa que entendería perfectamente que cualquier espectador de la obra viera otros hechos y realidades diferentes a los por ella enunciados. Menos mal, menos mal… Algo habrá sospechado, sospechamos, la propia Antunes para que tan generosamente nos de la posibilidad de otra opción interpretativa.

        La obra que ahora estamos comentando es el perfecto ejemplo de un buen trabajo que se destroza y anula a sí mismo por un exceso de referencias bibliográficas y de connotaciones sociales y culturales, en un claro abuso, muy poco creíble, de enlazar hipervínculos cogidos por un hilo y sobre todo por los pelos. Lo que era una magnífica instalación donde era posible decir que la artista había llevado a cabo un riguroso ejercicio de dilatación expresiva de referentes tan nobles como el trabajo de Eva Hesse o Carl Andre, pero también con el del Robert Morris más desestructurado, queda totalmente arruinada por el absurdo afán de enlazar demasiadas cosas y hechos, por querer aglutinar de una sola vez demasiadas fuentes y manantiales. La relación causa y efecto, si no se estabiliza y concreta en una única y poderosa razón y referencia, siempre resulta peligrosa, y de incierto final. Cuando no patética. Vayan a ver esta más que interesante exposición, desde luego, pero por favor no lean ni una sola línea de lo que la artista ha pretendido hacer con ella.

        

         

jueves, 21 de julio de 2011

HISTORIA DE LA ETERNIDAD (con su permiso, Borges)

        

A Agustín Fernández Mallo 


        Como suele ser habitual en situaciones carentes de cualquier especulación u acción programada la anécdota o situación que aquí relataré posee un inicio tan doméstico o sencillo como poco espectacular, una simple conversación entre dos amigos. Lugar y hora: la pecera del Círculo de Bellas Artes, tarde en la noche lluviosa, quizá marzo o abril de hará un par de años. Fue Javier Codesal, el interlocutor en ese momento de quien escribe estas líneas, quien me hizo reparar en el repetido comentario que yo en ese momento acababa de hacerle. Repetición de la que yo, y como suele suceder en quien abunda en tan molesto vicio, era santamente inconsciente. Nobleza obliga a favor de la aclaración más presta y cabal, Javier no me recriminaba lo limitado y aburrido de mi obsesión, todo lo contrario, pues veloz como suele ser con las ideas y los actos, me hizo firmar una especie de pagaré en el que yo me comprometía a colaborar en un futuro proyecto artístico suyo que tuviera como argumento o idea esencial la tan patética, quién lo iba a decir, como insistente ocurrencia tantas veces expresada.

          Por supuesto, recuerdo perfectamente el motivo que sirvió de espoleta para que Javier me hiciera firmar el más cutre, pero quizá también el más hermoso, pagaré que en mi vida he debido subrayar con mi firma. El motivo en concreto era antiguo, un maravilloso catálogo del Museo del Prado que había comprado el día anterior, El Retrato Español, del Greco a Picasso. Esta información quedaría desprovista de gracia y sustancia (es un decir) si no agregara el comentario que oyó Javier de mis labios: “Este catálogo, magnífico, puede ser estupendo, y desde luego reparador de tanta ausencia, cuando uno, de viejo, pase las páginas de estos geniales retratados; por ejemplo reparar en la muy digna melancolía de Jovellanos pintado por Goya, y sentirse en verdad acompañado, póstumo al fin de uno mismo, contemporáneo feliz y agradecido de una eternidad que cabe en un maravilloso catálogo del mejor retrato del arte español”. Finalizadas estas palabras fue cuando Javier, raudo, me hizo firmar el ya famoso pagaré.

          Pasaron los meses. Yo intentaba olvidar la deuda contraída, no así, lógicamente, a quien algo le es debido y desea cobrarlo. Con otras palabras: Javier insistía, elegante y muy civilizado, tan natural en él, pero insistía, con dulzura y perseverancia, pero insistía. La deuda había de ser pagada, la colaboración, más pronto que tarde, se habría de realizar. Este texto vendría a ser un compromiso de facto por mi parte a saldar la deuda, al menos a liquidarla intelectualmente, como primer paso obligado para un mayor y más decidido compromiso participativo en la película que Javier desearía realizar conmigo, que para decirlo en corto y claro podría ser algo así, y con autorización de Max Ophüls: “24 horas de la vida de un hombre que nel mezo del camin de la vida habla sobre aquellos libros, artes, catálogos y músicas que, previsiblemente, equivocadamente o no, podrían servir para llenar la futura (y cercana) vejez de rostros, sonidos y situaciones que paliarán la más que segura soledad, la más que probable carencia de afectos y sentimientos”.

          Siguen pasando los meses, y la deuda se empieza a pagar a modo de notas, apuntes, pensamientos, fijados en papel unos, puestos a volar otros... Uno de estos pequeños recordatorios, por poner un ejemplo práctico, sería un verso de Pablo García Baena, autor de edad ya más que provecta, que durante unos días me tuvo obsesionado, incapaz por mi parte de olvidar la grandeza de su densidad poética: “Y amo aún lo que apenas si recuerdo...” Hermoso, ¿verdad? Cuando lo leí por primera vez no lo asocié instintivamente a la estructura narrativa de esa futura película que era una deuda. Fue en el transcurrir de los días posteriores cuando me fui percatando de la belleza terrible que la frase poética encerraba, de la cruel y soberbia posteridad de uno mismo llegado a cierta edad, de la perseverancia de los gustos estéticos contra todo y a pesar de todo, de la huella imborrable en el tiempo de una primera impresión visual, intelectual o auditiva. Con otras palabras: es muy difícil, casi imposible, ser infiel a lo que se ama. Tú entrarás en la infidelidad, pero la infidelidad jamás te poseerá, te tendrá simplemente como humano recordatorio de tu condición. Se seguirá amando lo que ya apenas recordamos...

         Los meses y las horas siguen pasando, y en esas horas crueles muere mi padre a una edad no excesivamente generosa, 78 años. Debido a este golpe (brutal) el recordatorio de la deuda estalla en su mayor y más noble violencia, ¿qué sentido tiene hablar de un futuro que no tenemos asegurado? ¿Para qué amueblar, desde la poca o mucha inteligencia, el hipotético loft que quizá jamás vayamos a habitar? ¿Hasta donde nos proveerá de paz y sentido la mirada melancólica de Jovellanos si quizá no nos dé tiempo a sondear la profundísima visión que tan maravillosamente supo retratar Goya? La deuda, luego del fallecimiento de mi padre, se hacía más y más imperativa, pues la presencia de la muerte, la realidad de la ausencia de un ser muy amado, entraba eufórica en la película que se debía, en la deuda que había de filmarse. Toda especulación en torno al más próximo o lejano futuro es siempre, lo veía claro, una negociación con el tiempo; es decir, con la vida; es decir, con la muerte.

        Siguieron pasando los meses y las horas. Nos encontramos ahora en la Albufera de Valencia, en medio de la laguna, bajo un sol decididamente africano, donde Javier nos ha citado a un grupo de amigos para ser filmados. Náufragos todos, al fin, Javier, serio, me recuerda la deuda. Parece que has olvidado que tienes firmado un pagaré, me apostilla, cual Mefistófeles de la costa levantina. Hoy, con este texto, he decidido pagar definitivamente la deuda. Me siento feliz y descansado de que la deuda, ya pagada, pueda servir para decirme y decirnos, como el autorretratado del espejo convexo de John Ashbery, que

Este puede ser nuestro paraíso: un refugio
Exótico en un mundo agotado...







domingo, 17 de julio de 2011

WILFREDO PRIETO




     EL INCONSCIENTE (HIPN) ÓPTICO
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La verdadera tarea no es la identificación de la realidad como ficción simbólica, sino mostrar que hay algo en la ficción simbólica que es más que ficción. Es esta dimensión añadida la que funciona como lo Real.
                     Slavoj Zizek, Bienvenidos al desierto de lo Real

Deseo un proyecto político de vida poética.
                    Mario Cesariny

“Houston, tenemos un poema”
                    Inscripción leída en una camiseta llevada por el escritor Agustín Fernández Mayo.

          Una de las más bellas y contundentes obras de los primeros años del arte conceptual latinoamericano es Mancha de Sangre del artista y poeta argentino Ricardo Carreira. Realizada y exhibida en 1966, durante la dictadura de Onganía, la pieza en cuestión era un charco de sangre realizada con resina plástica y situada en el suelo de la galería. La obra como tal formaba parte de una exposición colectiva en protesta por la guerra de Vietnam, es decir, mantenía una dependencia contextual con respecto a una determinada situación política, si bien dicha “dependencia”, o compromiso por igual ideológico como afectivo o sentimental, despreciaba la literalidad expresiva y denunciatoria que el evento requería a favor de una sencilla y eficiente tautología nominal: Mancha de Sangre es… una mancha de sangre. Pero también un charco de color rojo es un contenedor de intenciones, un territorio de especulación por igual pánica y reflexiva, un indicador de alteraciones personales y sociales… En definitiva: una alarma. Que es lo mismo que decir que Mancha de Sangre era, sin recurrir a la denuncia y demostración banal de hechos bélicos, una obra profundamente política.

          La obra de Wilfredo Prieto, tal como ahora mismo lo podemos comprobar en el CA2M de Móstoles, está repleta de líquidos y manchas lanzados y diseminadas por el suelo -y también por la presencia de una política otra. Caminando por la muestras damos pequeños saltos entre espejos de agua (incluso bendita), de leche, de ron, de café, de coca cola y cerveza y vino…, y también de sangre, presumiblemente auténtica, sin recurrir al trampantojo de resina de Carreira, artista que Prieto muy probablemente desconoce, y al margen de los casi cuarenta años que separan el nacimiento de ambos y de su muerte en 1993,  dada la dificultad de visionar una obra tan discontinua en el tiempo como secreta e inmaterial en su realización práctica, pudiendo decir lo mismo de su poesía, a la que más adelante nos referiremos transcribiendo algunos de sus poemas. Pero ambos participan de un mismo desprecio con respecto a la sobreactuación de los malos actores, por la cansina repetición enfática de códigos y conductas, por la fatigosa costumbre de presentarse con el mismo traje asignado. No es poca cosa, bien visto, si por influencia podemos entender esa secuencia de instancias morales e inmateriales, que sobrevuelan sin tocar la relación directa de causa y efecto.

           Son conocidas, y muy productivas intelectual y socialmente, las tesis de Mari Carmen Ramírez sobre la impronta de la huella duchampiana en el arte conceptual latinoamericano. En su ensayo Blue Print Circuits: Conceptual art and politics afirma que la creación del ready-made en aquellas latitudes obedece, en primera y última instancia, a la necesidad de crear una táctica irónica cuyo fin es exponer una actividad precaria: la de la práctica del artista en condiciones materiales que en América Latina son frecuentemente inoperantes. Sigue diciendo la teórica norteamericana: “Por lo tanto, utilizar el ready-made como un paquete para comunicar ideas, apunta a una preocupación subyacente por la devaluación, la pérdida del valor simbólico del objeto como resultado de cualquier proceso económico o ideológico de intercambio. El ready-made, entonces, se convierte en un instrumento para la intervención crítica del artista en lo real, una estrategia por lo cual los patrones de lectura pueden alterarse, o un lugar establecido para devolverle el significado a la realidad. El ready-made también se convierte en un vehículo mediante el cual la actividad estética puede integrarse con todos los sistemas de referencia usados en la vida diaria” (el subrayado es nuestro). Las ideas expuestas de Ramírez nos previenen, en definitiva, de etiquetar como conceptual cualquier alteración morfológica del objeto, cuando en multitud de veces lo que se nos presenta es una manipulación meta-lingüística (sofisticada en ocasiones, banal en su inmensa mayoría) de un objeto cualquiera abismado en las trampas y manipulaciones de su propio extravío,  o de su devaluación en tanto que capital simbólico.

       La obra de Wilfredo Prieto, es indudable, gira en torno a la desviación y alteración sintáctica y morfológica de los objetos. Pero no son ready-mades. Ni lo pretenden. Tampoco son una continuación otra de los presupuestos estéticos del minimalismo más canónico e historicista, aunque lo parezca; o lo sería, únicamente, en la misma resolución llevada a cabo por otro magnífico artista cubano, Félix González-Torres. Sus mapas de líquidos derramados, así como la práctica totalidad de sus objetos, tan inteligentemente insignificantes (aún aquellos que por su volumen niegan esta afirmación –Grúa, Helicóptero, Biblioteca Blanca, Apolítico…-, también lo son) inciden titánicamente (valga la paradoja) que hay algo (que puede haber algo) en la ficción simbólica que es más que ficción. Sería esta función añadida, este plus de sospecha, de ciega confianza en su incierto resultado, lo que Prieto organiza como paradigma (desértico) de lo Real. Agua en un vaso, terrón de azúcar, rollo de papel higiénico politizado, excremento humano con acompañamiento de caviar, migas de pan, una montaña de arena, y otra de cal, piedra con mantequilla, pan con pan…, son referencias reales de una poética que desprecia la burda prosa descriptiva de la existencia diaria. Son ejercicios donde se lleva a cabo un meta-análisis del objeto, centrado (y obsesionado) en la destilación semántica de su uso y función, hasta el extremo de lograr una neurótica confluencia de expresión y contenido -los títulos de las obras coinciden casi como una ciencia exacta con aquello que vemos. Esta (en falsa apariencia) triste prosa descriptiva no recurre a la tautología como expediente afirmativo y desestabilizador de una determinada estructura lingüística y objetual, sino que se sirve de ella (te quiero porque te quiero porque te quiero…) para lograr una nueva vuelta al cuello del cisne. Con otras palabras: en la obra de Wilfredo Prieto el recurso a la tautología es siempre el análisis de un análisis de un análisis… En última instancia: una función poética. Un extraordinario maleficio óptico e hipnótico.

          Volvemos a Ricardo Carreira, con quien iniciábamos este texto, ahora como poeta. Transcribimos dos de sus artificios poéticos:

1.
Hay menos café en la taza porque está caliente y se avaporó.
café, taza.
hay, evaporó.

2.
Hay trescientos libros cerrados en mi biblioteca.
libros, biblioteca
300 palabras por página
palabras, páginas.
Voy leyendo palabra por palabra.
palabra.
Sé que estás ahí leyendo.

          En las Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein dice que con el lenguaje hacemos cosas muy heterogéneas, que la propia diversidad de juegos de lenguaje consigue que podamos determinar reglas diferentes para cada uno de ellos. El juego meta-poético de Carreira es el juego de la conmoción, y sus reglas -tan intangibles- que se escapan a esas letras que subrayan sus objetos. El artificio entonces, en su desarmante simplicidad, sería una pregunta frente a la conmoción del mundo, o una requisitoria, un porqué, ante la dificultad de soportar, como ya expresó hace muchos años Peter Handke, El Peso del Mundo. Bajo los mismos presupuestos de Carreira, la insoportable levedad de los sofisticados juegos lingüísticos de Prieto subraya y puntúa una carencia, una falta, un quiebro de la existencia. Las obras de Wilfredo Prieto no son “poemas-objeto” (supongo que el artista despreciaría tan estúpida como cursi definición), son objetos y situaciones que se subrayan a sí mismos (no sería otra la función de la tan citada “tautología” con que se comenta su obra) para aislar e iluminar el diferencial mínimo existente en toda forma equivalente. El artificio artístico y lingüístico que irradia y proyecta la diferencia entre “Houston, tenemos un problema”, y “Houston, tenemos un poema”.


(Este texto se publicó originalmente en SalonKritik el 20 de Marzo del 2011)

miércoles, 13 de julio de 2011

ALEXIS W









                    DIALÉCTICA (SUBVERSIVA) DE LA MIRADA
-En torno a las humanas políticas del rostro y del gesto-



Toda captación fotográfica necesita de un “barroquismo de superficie”, que permita una especie de mirada de conjunto y, al mismo tiempo, alcanzar una escritura del detalle, donde el ver y  el saber se dan al mismo tiempo.

                                                       Christine Buci-Glucksman (1)

La realidad es aquello que no ve a simple vista.
                                                          
                                                        Danilo Kis (2)

La posesión orgullosa del momento, solo a eso podemos aspirar.

                                                        Norman Manea (3)

          Comencemos por una pregunta molesta (o varias encadenadas): ¿La fotografía es, en razón de su propia naturaleza ontológica, documento de praxis especulativa, e ilustradora de una realidad externa a su propia mecánica, o bien preferimos situarla en el aséptico territorio donde únicamente nos interesa verla, contemplarla, como acción demostrativa de una determinada manifestación artística y estética? ¿Toda fotografía es siempre un documento? ¿Cualquier documento es –Benjamin en el horizonte- demostración inapelable de encontrarnos ante una acción, bien sea de profundo deseo de cultura y civilización, tanto como de barbarie e involución? ¿Qué documenta el retrato fotográfico de un rostro humano, qué información nos descubre u oculta la pasiva acción de dejarse poseer por otro (el fotógrafo, el artista) cuando, en última instancia ese otro es el perverso hacedor de un retrato que, fatalmente, se aleja de mí, del poseído, de ese “yo” que ha permitido que de mí salga otro “yo”? Por ahora dejaremos sin respuesta, en tan humilde como interesada precaución, este complejo rosario de preguntas, con el deseo nada oculto que sea el análisis de la propia obra de Alexis W. el que nos vaya respondiendo a las cuestiones planteadas.

          El 06 de Enero de 1.982 Michel Foucault dictó en Le Collège de France la primera lección de un curso sobre “Hermenéutica del Sujeto” (4). En el transcurso de esas lecciones, enfermo ya de sida, moriría poco más de dos años después, Foucault se hace la siguiente pregunta: ¿Bajo qué figura de pensamiento se han dado cita en Occidente el sujeto y la verdad? Avanzando un poco más en el muy sofisticado análisis del maestro francés, éste nos informa que el latino cura sui (cuidado de uno mismo) se ha transformado en la modernidad en la fórmula “conócete a ti mismo”, si bien acompañado siempre de la antigua exigencia, ocúpate de ti mismo. Por desgracia tanto en esta primera lección, como en las siguientes, Foucault no ejemplariza sus argumentos con ningún modelo artístico (fotográfico) que hubiera hecho más entendible el punto de fricción entre el sujeto y la verdad, dando por bueno y necesario que el retrato fotográfico sería el perfecto ejemplo donde lo humano y su correlato moral (su verdad) se encuentran en una entidad superior, la creación en arte.

          Las series fotográficas de AW son retratos de hombres y mujeres (indigentes muchos de ellos, marginados por obligación o voluntad) que viven en los aledaños de la calle Pelayo, en el barrio de Chueca de la capital española. Expresado de manera diversa, y que nos aproxima mejor a donde queremos llegar, el barrio sería el punto de unión (fricción) entre el sujeto (el ser humano) y su verdad (su representación social, tanto da que esa representación obedezca, o no, al fin último de prolongar un día más su propia supervivencia). El barrio se erigiría igualmente como el territorio acotado donde la supervivencia  despliega su acción y su potencia, punto de unión entre un siempre liberador “ocúpate de ti mismo” y el siempre complejo (debido a su naturaleza esencialmente traumática) “conócete a ti mismo”.

          Llegados a este punto, queremos decir: llegados al final de esta “descripción ambiental”, se impone un retorno a la obra de AW, y con ello a la primera pregunta que nos hacíamos al inicio de este texto: ¿sobre qué nos ilustra la muy luterana concepción del retrato fotográfico que lleva a cabo el artista canario? Si bien toda manifestación artística participa de una determinada estética de la recepción, no siempre sus causas obedecen a un mismo interés, ni persiguen los mismos fines. Los retratos de AW son ejemplos manifiestos de lo que podríamos definir como “socialización de lo invisible”, en la medida que nos ofrecen una referencia humana sin más datos que el absoluto de su propia alusión, sin más fuente que su propio y desnudo informe. Digámoslo ya, lo antes posible, AW retrata la realidad no manifiesta, o mejor: lo obvio que no lo es, la verdad engañosa, la falsa certeza. Fotografía una humana realidad, en efecto, pero apropiándose de la magnífica definición de Danilo Kis sobre la realidad, aquello que no se ve a simple vista. Documenta, en definitiva, lo ilimitado de una mirada, lo inabarcable de un rostro, lo infinito de un gesto captado al albur de un cambio de postura. ¿Es posible ver ese tipo de realidad?

          La pregunta con que finalizábamos el párrafo anterior enlaza, por oposición, con la muy extendida corriente de “realismos varios” tan cansinamente presente en la fotografía que se realiza ahora mismo Urbi et Orbi.
En concreto, nos estamos refiriendo a la globalizada práctica de lo que en otras ocasiones nos hemos referido como “fotografía autista”, o “imagen autista”, toda vez que la misma se alimenta, única y exclusivamente, de vender una “estampa” vaciada de todo aquello que no sea su propia anorexia referencial, su misma y miserable tautología: me gusta porque me gusta porque me gusta…, y así hasta el descorazonador infinito de su propia y ridícula gracia y de su mezquina representación, aún siendo esta “representación”, o mejor: por ello mismo, un vacío festival donde humanos, cosas y objetos, se “picturalizan” bajo una banalidad que parece no tener fin. Así la situación, entonces, de gran parte de la fotografía contemporánea realista la pregunta que se impone es la siguiente: ¿de qué naturaleza, bajo qué régimen estético o universo representacional se inscribe y desarrolla el “realismo” que lleva a cabo AW? Como necesario prólogo a lo que a continuación vamos a intentar desarrollar creemos oportuno hacer una primera e importantísima declaración: la obra fotográfica de AW es profunda e inteligentemente paradojal, o se estimula y expande por medio de sofisticadas paradojas conceptuales y formales. Con anterioridad nos hemos atrevido (básicamente por comodidad descriptiva) a tildar de “luteranismo” el retrato efectuado por AW, y si bien de ello no nos retractamos, justo es que maticemos dicha expresión. Las series de retratados que aquí contemplamos son, en efecto, una demostración de lo que podríamos definir como ejemplo (primera paradoja, que no contradicción) de un “clasicismo postmoderno”. La ausencia de ornamentación representacional, el desafecto a cualquier sostén ambiental o el precario aparato lumínico utilizado, nos hacen pensar, por supuesto, en los magníficos retratos de la escuela holandesa del siglo XVII. Ahora bien, y segunda paradoja, en las fotografías de AW es “calvinista” la esencia de la fotografía misma, pero mantiene al retratado bajo un universo decididamente barroco donde el ver y el saber, como muy bien dice  Buci-Glucksman, se unen bajo un barroquismo de superficie. Ojo al dato: de superficie, de pura piel, de epidermis. Estas paradojas, en efecto, van pautando, definiendo y creando, la singular y muy rica idea de “realismo” llevada a cabo por AW, pues allí donde una visión miope (corta) únicamente vería una sucesión de retratos de marginados, social y económicamente, lo que en verdad se nos ofrece es algo muy distinto: una encadenación de humanas perspectivas, de múltiples y cambiantes psicologías, de infinitos pliegues formales y conceptuales, y todo ello como acción ante un deseo irrenunciable: resolver el dualismo existente entre percepción y representación, que lo que aparenta desnudo retrato sea, en verdad, barroca escenografía mental, y aquello que se nos aparece como salvaje cartografía gestual el estilizado y severo resultado de una muy refinada alquimia entre el ojo y la luz.

          En una de las mejores películas de Bergman, Persona, hay una magnífica escena donde la protagonista de la cinta, Liv Ullmann, se dirige a la cámara en un primerísimo primer plano para decir lo siguiente: ese vano sueño de ser, no de actuar sino de ser. Exactamente la misma frase podrían decir los  retratados por AW: ese vano sueño de ser, no de actuar sino de ser. Esta, creemos, pudiera ser la mejor definición en torno al “realismo” presente en la obra de AW: primero el actuar (superficie y representación: preocúpate de ti mismo) para posteriormente dejar paso al ser (esencia política del gesto: conócete a ti mismo). La realidad es aquello que no se ve a simple vista.

                   De una forma indirecta o transversal, incluso sin el conocimiento previo e intencionado del artista, determinadas prácticas artísticas realizadas en el más puro presente demandan una aclaración, a priori,  filológica y clásica; un desvelamiento de sus razones e intenciones, se diría, que únicamente se hacen comprensibles para el “aquí y ahora” si sabemos utilizar, o rescatar, sus ocultas raíces profundas, al menos de su más puro epígrafe nominal o de su propia arqueología semántica. Así es en el caso que nos ocupa, Hetairas –Cartografías Literarias,  la última serie que ahora nos muestra Alexis W. Bien sabido es que hetaira, nombre griego, hace alusión, esencialmente, en la antigua Grecia, a una cortesana, a veces de elevada consideración social. Probablemente una información menos conocida o popular seria la etimología de la palabra persona, y que viene del verbo latino personare, ‘resonar a través de una máscara’, tan utilizada dicha máscara en el teatro griego, donde el simple orificio a la altura de la boca proyectaba, resonando, la voz de los actores.
         Dice el propio Alexis W. a propósito de esta serie que ahora contemplamos: “Las máscaras, construidas por ellas mismas, no incomunican sino que les dan la oportunidad de estar y ser escuchadas. De ser al fin y al cabo…, otorgan presencia y voz, aunque ello pudiera parecer una paradoja”. Pero, bien mirado, no existe ninguna paradoja. Las máscaras ejercen como dispositivos de producción de sentido, como artefactos alumbradores de una realidad escondida, como índices de una profesión, muy productiva en las orillas y márgenes (y en el centro también), donde la sexualidad es por encima de todo un signo desdoblado en formas de contenido y formas de expresión. En su Manifiesto contra-sexual la filósofa y activista qeer Beatriz Preciado nos informa al respecto: “Los órganos sexuales no son solamente ‘órganos reproductores’, en el sentido de que permiten la re-producción sexual de la especie, sino que son también, y sobre todo, ‘órganos productores’ de la coherencia del cuerpo como propiamente humano”. Debemos a la inteligencia del artista, y a la sabia complicidad de las hetairas, que sea una simple máscara casera (una prótesis doméstica otra), el artefacto que cuestiona (o que sitúa en un punto de abismo) los lugares comunes asociados a este tipo de trabajadoras. En esta ocasión la máscara nada esconde. Muy al contrario, refuerza su visibilidad y ennoblece la profesión a la que se dedican. La máscara, en efecto, humaniza. La máscara restituye al cuerpo su propia coherencia, su propia dignidad. La máscara como órgano sexual que proyecta una voz que desea ser escuchada.

        Las mujeres de esta serie fotográfica participan en la representación de una Representación, o de un engaño: máscara sobre máscara. Y ello nos lleva, quizá, a la virtud más inteligente de estas fotografías. Alexis W. nos demuestra de una forma admirable que la fotografía únicamente puede aspirar a la verdad desde el engaño, desde la representación; si bien, en magnífica y fértil paradoja, solamente a través de una percepción crítica y especulativa de esa misma “representación” la fotografía podrá ser manifestación icónica, o índice, de la Verdad, que no de lo Real. El mejor arte sólo puede ser verdadero; la realidad, la triste y prosaica realidad, pertenece al ámbito de la vida. De sobra  lo saben las magníficas y entrañables putas que ahora contemplamos. Y Alexis W, que tan magníficamente las ha “desenmascarado”, también. Ambos, artista y modelos, conocen perfectamente las reglas del juego. Ellas representan diariamente Antígona, y Alexis W. las dirige con el ánimo de que su voz resuene, grite, en un vacío anfiteatro.
Hemos hablado de la obra de AW como una “socialización de lo invisible” y el aparente hermetismo de la frase está pidiendo a gritos una decidida aclaración, en la medida que dicha aclaración nos llevará a donde pretendemos: desarrollar la plausible idea de “Archivo” presente, si bien con todas las matizaciones que queramos, en las series fotográficas de AW. Es obvio que podemos hablar de un “archivo retratístico” dado el volumen que en la actualidad ocupan las diferentes series que conforman el grueso de la producción fotográfica de AW. Ahora bien, si por un lado estamos lejos de aceptar el divertido cinismo de Boris Groys cuando habla de que “la realidad es aquello que se ha quedado fuera del archivo” (5), infinitamente nos resulta más sugerente cuando el mismo autor nos informa que “en el archivo no se recoge tanto lo que es importante para los hombres en la ‘realidad’, sino que en él sólo se recoge, más bien, aquello que es importante para el propio archivo”(6). El subrayado es nuestro. En efecto, el concepto de archivo utilizado por AW no obedece tanto a una acumulación y catalogación de un concreto “bien cultural” como a la continua dilatación de un gesto artístico, pero desde luego también social, que únicamente alimenta la eficacia estética del mismo archivo de retratos. Pues en tanto que “archivo social” las múltiples singularidades que lo conforman proyectan una socialización de lo invisible, una mancomunidad estética de lo humano, una expansiva acción artística, y una infinita perfomance de la acción misma de retratar. Se trata de un clic, en efecto. Nada más y nada menos, añadimos. Pero un clic que en la inteligente acción de su propia idea lleva hasta sus últimas consecuencias una de las grandes conquistas intelectuales de la metafísica occidental: la posesión orgullosa del momento, solo a eso podemos aspirar.

NOTAS

(1)   Christine Buci-Glucksman, La folie du voir. Une esthétique du virtuel , Edit. Galilée, París, 2002
(2)   Danilo Kis, Una tumba para Boris Davidovich, Edit. El Acantilado Barcelona 2007
(3)   Norman Manea, El sobre negro, Edit. Tusquets, Barcelona 2008
(4)   Posteriormente esas lecciones fueran agrupadas en un volumen con el mismo título, Hermenéutica del Sujeto, publicadas en España por Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1994.
(5)   Boris Groys, “Bajo sospecha-Una fenomenología de los medios”, Edit. Pre-Textos, Valencia 2008
(6)   Ibid.






martes, 12 de julio de 2011

Alma, de Javier Moreno

En Escuela de Mandarines, de Miguel Espinosa, paisano del autor que aquí estamos reseñando, leemos: “yo quiero siempre acuñar la frase y transformar la acción en sustancia. Por eso, tiendo a transformar los verbos intransitivos en transitivos, y los complementos circunstanciales los convierto también en acusativos.” En verdad no encuentro una forma más apropiada para iniciar un comentario sobre esta última y magnífica novela de Javier Moreno que establecer una relación entre las frases aquí transcritas del gran Espinosa con el enunciado que Moreno escribe al inicio de su novela: “La tercera dimensión del lenguaje, se me ocurre que esa podría ser una definición de la literatura”. La frase-idea de Escuela de Mandarines, es un ejemplo perfecto de lo que podríamos definir como melancolía afirmativa, -y entiendo por ello una decidida voluntad, pasión o ardor, ante las trampas del flujo narrativo (vital), y en concreto ante la trampa aún mayor y más peligrosa de toda “ficción biográfica”, melancolía afirmativa de la que, intuyo, no se encuentra muy alejado el propio discurso narrativo de Javier Moreno. La tercera dimensión…, en efecto, pero para ello necesito creer que Alma no es una novela, ni una biografía novelada, más o menos auténtica o más o menos alterada, pero sí un objeto tridimensional, un artefacto si bien purísimo, realizado con palabras, o mejor: una ofrenda lingüística, objetual, que aspira a una reconsideración de la escritura no esclavizada por la heterodoxia de todo lenguaje que aspira a la comprensión. Pero, brillante paradoja, Alma se entiende muy bien, incluso en ella asistimos a una clarísima secuencia de planteamiento, nudo o desarrollo y desenlace, es decir que no se reniega de una retórica príncipe en la plasmación de la idea que el autor persigue. ¿Qué ocurre, entonces?

Ocurre que Alma, toda ella, todo el artefacto, posee la tridimensionalidad de aquello que aspira a que sean vistas todas las caras de su ser, si bien, importantísimo el dato, ello no se tiene que notar. No se tiene que notar que la falsa humildad y llaneza de la escritura esconda un muy sofisticado ejercicio de retórica lingüística. No se tiene que notar que los apuntes científicos, aquí y allá, posean el alto saber de un profesional. No se tiene que notar que los referentes estéticos, en muchas ocasiones, posean un nivel propio de un teórico del arte contemporáneo. No se tiene que notar que los apuntes sociológicos pauten la narración como mojones indicativos de una trama subterránea. No se tiene que notar que Eduardo y María, falsos protagonistas de la novela, sean las mitades de un andrógino perfecto que aspira, sin conseguirlo, a su unión más definitiva, a su acoplamiento más y mejor soldado. No se tiene que notar que las imágenes que Alma proyecta estén en el corazón del debate sobre la relación entre las palabras y las cosas, y cuyo núcleo es el destino de la constitución simbólica de toda sociedad. No se tiene que notar que en la página 42 se haga un magnífico e irónico homenaje a Borges desde la comprensión doméstica de las cosas, justo allí donde el argentino no podría soportar ese rebajamiento a lo prosaico de la vida. No se tiene que notar que la representación de Alma tenga la  ventaja propiciatoria de pertenecer tanto al lenguaje de la estética como al de la política, o la sexualidad. No se tiene que notar que toda escritura es una auto penetración tan gozosa como doliente. El escritor como sodomita: ningún orificio dilata tanto, y tan bien lubricado, como así quisiera el deseo proyectado sobre ese mismo orificio. O por decirlo de nuevo con palabras de Miguel Espinosa, también de Escuela de Mandarines: “Ninguna relación quiere dejar de ser; lo contrario repugna a la razón. Por eso, el lacayo devendría verdugo ante que perder el amo. Tal es su destino”. O lo mismo con palabras poco elegantes: el escritor antes de dejar de serlo ofrecerá todos sus orificios más secretos y preciados con tal de no perder la esclavitud a la que le someten las palabras, la relación que no quiere dejar de ser. No se tiene que notar que el que mira (el que lee), como magníficamente sostuvo Foucault, es una añadidura, una excusa para que haya representación y escena, para que un aparato significante se contemple en otro (así Eduardo y María, viéndose sin verse) soportándose en la ficción de un sujeto. Ficción, ante todo, de pertenencia a un espacio común con el objeto. No se tiene que notar que quien lee Alma (el ojo que lo lee) no pertenece al órgano sensible de la visión, sino como soporte de la Mirada. No se tiene que notar, tal como dijo el propio Freud, que la verdad (la verdad biográfica) tiene estructura de ficción. O lo mismo expresado con magníficas palabras por el propio autor: “Uno puede ser dueño de un espejo pero nunca de los reflejos que aparecen en él.”

¿Qué hipótesis avanzar, entonces, ante este territorio de ficción donde nada es realmente lo que parece ser o decir? Se me ocurre una idea y para ello voy a utilizar un símil con el cine. Es sabido que el cine, al contrario que artes más antiguas, empieza, desde su mismo nacimiento, como manifestación de radical vanguardia, para a lo largo de su siglo de existencia ir haciéndose paulatinamente clásico, enfilando incluso su natural corrupción biológica. Tesis defendida por el mismísimo Godard. Trasladar esta metáfora a la creación estética que utiliza la palabra para manifestarse supone un arriesgado ejercicio de suplantación conceptual entre las artes, además de meternos en un jardín de complicada salida. Ahora bien, dando por válido que la escritura como arte siempre se moderniza a pesar de su muy provecta edad, sospecho que a Javier Moreno le interesa sobremanera redimensionar conceptos como “tradición” y “vanguardia” para proyectarlos en un espacio de frontera, o si quiere del Mito puesto al día, aggiornato como dicen los italianos. Par ser más explicito en lo que quiero decir me voy a referir a una de las cumbres del cine, la maravillosa El hombre que mató a Liberty Valance del no menos maravilloso John Ford. En ella, bien sabido es, un personaje dice a James Stewart: Aquí cuando el Mito es más interesante que la verdad, escogemos el Mito. Naturalmente, vivir y escribir desde una tierra de frontera –toda creación estética si es en verdad noble y auténtica se sitúa en ese peligroso territorio dominado por el Maligno- implica redimensionar la validez del Mito, su crueldad y perseverancia, pero también su valiosa cualidad representativa, desde el hoy, aquí y ahora, de lo que entendemos por “tradición”, “vanguardia” o “contemporaneidad”. Así entonces, entiendo Alma como una actualización del Mito desde la triste prosa descriptiva del presente, pero todo sin que se note, lúcidamente consciente de los peligros que entraña vivir y crear en la Frontera. Mito, monstruo mítico, que cual voraz Leviatán desea ser clásico y moderno, sereno y neurótico, furia, ruido, amor, paz, guerra. Nada dar por sentado y definitivo. El autor lo expresa mejor: “La literatura es una especie de pensamiento del que es necesario erradicar las conclusiones definitivas”.


Alma, Javier Moreno – editorial Lengua de Trapo, Madrid, 2011


ISAAC JULIEN EN CHINA - Galería Helga de Alvear

Ten Thousand waves
        Ten Thousand Waves, ganadora del premio a la mejor muestra del circuito comercial de PhotoEspaña, es una espectacular vídeo-instalación de Isaac Julián (Londres, 1960) donde el artista, utilizando nueve pantallas, lleva a cabo un despliegue visual, cinematográfico,  de algunos de los temas, o intereses, que le han preocupado en su últimas obras. Ellos serían, básicamente, los desplazamientos de seres humanos por emigración forzosa, así como los desajustes sociales, culturales y emocionales que se derivan de esa alteración de formas de vida producidas bien por la necesidad económica, bien por la devastación llevada a cabo por una idea de progreso, si no “equivocada” (y en muchas ocasiones lo es plenamente), si, por supuesto, discutible.

        Al igual que en trabajos anteriores, Isaac Julián parte en Ten Thousand Waves de un hecho real: el naufragio y muerte en la costa británica de 23 mariscadores chinos, probablemente ilegales. Nos encontramos, entonces, con un inicio ético, moral o denunciador, y con las imágenes de la citada costa –mar embravecido y furioso – al que solo hubiera faltado acoplar la música que Britten compuso para la obertura de su ópera marinera Peter Grimes. Ya saben, la triste historia de ese patrón de barco pesquero al que se le mueren, en dudoso accidente laboral, todos los aprendices que contrata, todos ellos muy pobres, muy guapos y muy jóvenes. Este es el inicio de Diez mil olas. Cincuenta minutos después (son muchas olas, en verdad) Isaac Julián da por finalizada su muy sofisticada denuncia, y para entonces ya nadie se acuerda de los pobres chinos en el barco marisquero. Justo después de las negras olas de la costa británica pasamos, como en las antiguas novelas de Pearl S. Buck, y que afortunadamente ya nadie lee, del Viento del Oeste al Viento del Este. O al revés, no recuerdo bien. Tampoco importa. ¿Qué ocurre entre el minuto cinco, luego de las olas salvajes y asesinas, y el minuto cincuenta del metraje? Pues que nos vamos a China.

        En el milenario país, con famosa actriz oriental por medio, Maggie Cheung, y de un artista chino contemporáneo, Yang Fudog, asistimos a los prodigiosos cambios acaecidos allí en los últimos tiempos, especialmente en su capital comercial, Shanghay, donde su downtown, así como las vertiginosas autopistas de circunvalación que la rodean, se erigen en protagonistas indiscutibles de la película. Pero hay más protagonistas, y secundarios. El mismo Shanghai durante los años treinta, bien en filmación contemporánea y ambientación de época, bien en películas originales, cuando en esa década se convirtió en la capital cinematográfica de China. Pero también documentales de rojas banderas al viento de la era maoísta, y umbríos bosques de la China rural, surcada por ríos plateados con fértiles orillas de bambú, más un calígrafo exquisito, Gong Fagen, más los versos de la poetisa y fotógrafa Wang Ping… y Mazu, diosa de la mitología china, y que parece acompañar de vuelta a casa (no queda muy claro, pero nos gusta pensar que así es) a tres marineros salvados del naufragio. Un vértigo oriental.

        Ten Thousand Waves es una obra cubista. Queremos decimos, cincuenta minutos de metraje proyectados en nueve pantallas, mas un presupuesto económico sospechamos que muy abultado, dan para llevar hasta sus últimas consecuencias el antiguo deseo cubista de ver al mismo tiempo todos los planos de una imagen, o todos los prismas de una figura geométrica. Nunca hasta el cansancio o el aburrimiento, en absoluto, pero sí hasta el paroxismo visual, hasta el punto de que, como dijo alguien, nos quedamos “con el ojo lleno de inmensidad y la lengua paralizada”. Bien mirado, no es mal resultado. Ah, los pobres marisqueros chinos náufragos… También entendemos que de algo hay que partir, y si es por  buena causa mejor que mejor.