En Escuela de Mandarines, de Miguel Espinosa, paisano del autor que aquí estamos reseñando, leemos: “yo quiero siempre acuñar la frase y transformar la acción en sustancia. Por eso, tiendo a transformar los verbos intransitivos en transitivos, y los complementos circunstanciales los convierto también en acusativos.” En verdad no encuentro una forma más apropiada para iniciar un comentario sobre esta última y magnífica novela de Javier Moreno que establecer una relación entre las frases aquí transcritas del gran Espinosa con el enunciado que Moreno escribe al inicio de su novela: “La tercera dimensión del lenguaje, se me ocurre que esa podría ser una definición de la literatura”. La frase-idea de Escuela de Mandarines, es un ejemplo perfecto de lo que podríamos definir como melancolía afirmativa, -y entiendo por ello una decidida voluntad, pasión o ardor, ante las trampas del flujo narrativo (vital), y en concreto ante la trampa aún mayor y más peligrosa de toda “ficción biográfica”, melancolía afirmativa de la que, intuyo, no se encuentra muy alejado el propio discurso narrativo de Javier Moreno. La tercera dimensión…, en efecto, pero para ello necesito creer que Alma no es una novela, ni una biografía novelada, más o menos auténtica o más o menos alterada, pero sí un objeto tridimensional, un artefacto si bien purísimo, realizado con palabras, o mejor: una ofrenda lingüística, objetual, que aspira a una reconsideración de la escritura no esclavizada por la heterodoxia de todo lenguaje que aspira a la comprensión. Pero, brillante paradoja, Alma se entiende muy bien, incluso en ella asistimos a una clarísima secuencia de planteamiento, nudo o desarrollo y desenlace, es decir que no se reniega de una retórica príncipe en la plasmación de la idea que el autor persigue. ¿Qué ocurre, entonces?
Ocurre que Alma, toda ella, todo el artefacto, posee la tridimensionalidad de aquello que aspira a que sean vistas todas las caras de su ser, si bien, importantísimo el dato, ello no se tiene que notar. No se tiene que notar que la falsa humildad y llaneza de la escritura esconda un muy sofisticado ejercicio de retórica lingüística. No se tiene que notar que los apuntes científicos, aquí y allá, posean el alto saber de un profesional. No se tiene que notar que los referentes estéticos, en muchas ocasiones, posean un nivel propio de un teórico del arte contemporáneo. No se tiene que notar que los apuntes sociológicos pauten la narración como mojones indicativos de una trama subterránea. No se tiene que notar que Eduardo y María, falsos protagonistas de la novela, sean las mitades de un andrógino perfecto que aspira, sin conseguirlo, a su unión más definitiva, a su acoplamiento más y mejor soldado. No se tiene que notar que las imágenes que Alma proyecta estén en el corazón del debate sobre la relación entre las palabras y las cosas, y cuyo núcleo es el destino de la constitución simbólica de toda sociedad. No se tiene que notar que en la página 42 se haga un magnífico e irónico homenaje a Borges desde la comprensión doméstica de las cosas, justo allí donde el argentino no podría soportar ese rebajamiento a lo prosaico de la vida. No se tiene que notar que la representación de Alma tenga la ventaja propiciatoria de pertenecer tanto al lenguaje de la estética como al de la política, o la sexualidad. No se tiene que notar que toda escritura es una auto penetración tan gozosa como doliente. El escritor como sodomita: ningún orificio dilata tanto, y tan bien lubricado, como así quisiera el deseo proyectado sobre ese mismo orificio. O por decirlo de nuevo con palabras de Miguel Espinosa, también de Escuela de Mandarines: “Ninguna relación quiere dejar de ser; lo contrario repugna a la razón. Por eso, el lacayo devendría verdugo ante que perder el amo. Tal es su destino”. O lo mismo con palabras poco elegantes: el escritor antes de dejar de serlo ofrecerá todos sus orificios más secretos y preciados con tal de no perder la esclavitud a la que le someten las palabras, la relación que no quiere dejar de ser. No se tiene que notar que el que mira (el que lee), como magníficamente sostuvo Foucault, es una añadidura, una excusa para que haya representación y escena, para que un aparato significante se contemple en otro (así Eduardo y María, viéndose sin verse) soportándose en la ficción de un sujeto. Ficción, ante todo, de pertenencia a un espacio común con el objeto. No se tiene que notar que quien lee Alma (el ojo que lo lee) no pertenece al órgano sensible de la visión, sino como soporte de la Mirada. No se tiene que notar, tal como dijo el propio Freud, que la verdad (la verdad biográfica) tiene estructura de ficción. O lo mismo expresado con magníficas palabras por el propio autor: “Uno puede ser dueño de un espejo pero nunca de los reflejos que aparecen en él.”
¿Qué hipótesis avanzar, entonces, ante este territorio de ficción donde nada es realmente lo que parece ser o decir? Se me ocurre una idea y para ello voy a utilizar un símil con el cine. Es sabido que el cine, al contrario que artes más antiguas, empieza, desde su mismo nacimiento, como manifestación de radical vanguardia, para a lo largo de su siglo de existencia ir haciéndose paulatinamente clásico, enfilando incluso su natural corrupción biológica. Tesis defendida por el mismísimo Godard. Trasladar esta metáfora a la creación estética que utiliza la palabra para manifestarse supone un arriesgado ejercicio de suplantación conceptual entre las artes, además de meternos en un jardín de complicada salida. Ahora bien, dando por válido que la escritura como arte siempre se moderniza a pesar de su muy provecta edad, sospecho que a Javier Moreno le interesa sobremanera redimensionar conceptos como “tradición” y “vanguardia” para proyectarlos en un espacio de frontera, o si quiere del Mito puesto al día, aggiornato como dicen los italianos. Par ser más explicito en lo que quiero decir me voy a referir a una de las cumbres del cine, la maravillosa El hombre que mató a Liberty Valance del no menos maravilloso John Ford. En ella, bien sabido es, un personaje dice a James Stewart: Aquí cuando el Mito es más interesante que la verdad, escogemos el Mito. Naturalmente, vivir y escribir desde una tierra de frontera –toda creación estética si es en verdad noble y auténtica se sitúa en ese peligroso territorio dominado por el Maligno- implica redimensionar la validez del Mito, su crueldad y perseverancia, pero también su valiosa cualidad representativa, desde el hoy, aquí y ahora, de lo que entendemos por “tradición”, “vanguardia” o “contemporaneidad”. Así entonces, entiendo Alma como una actualización del Mito desde la triste prosa descriptiva del presente, pero todo sin que se note, lúcidamente consciente de los peligros que entraña vivir y crear en la Frontera. Mito, monstruo mítico, que cual voraz Leviatán desea ser clásico y moderno, sereno y neurótico, furia, ruido, amor, paz, guerra. Nada dar por sentado y definitivo. El autor lo expresa mejor: “La literatura es una especie de pensamiento del que es necesario erradicar las conclusiones definitivas”.
Alma, Javier Moreno – editorial Lengua de Trapo, Madrid, 2011
No conozco autor ni título, pero gracias al entusiasmo inteligente de la crítica dan ganas de ir corriendo a comprarse el libro.
ResponderEliminarDesde luego, la mejor crítica de Alma que he leído, yo tendré la novela mañana (dice mi librera), y me pondré manos a la obra, más, si cabe, después de haber leído esta reseña.
ResponderEliminarDespués de haber leído esta interesante reseña, creo que me encantará leer el libro de un hombre inteligente cuyas ideas son claras y fáciles de compartir.
ResponderEliminarGracias por permitir que sus lectores le conozcan a través de sus libros.